OPINIÓN

Ética de la irresponsabilidad

por Luis Barragán Luis Barragán

Desde muy antes de declarada la pandemia, el régimen tendió a confinarnos en casa por las deplorables condiciones económicas que impedían el uso regular del transporte público y el propio desempeño de la burocracia estatal, por ejemplo, forzando los días de asueto. Legitimando los propios actos de irresponsabilidad del poder establecido, no fue posible que la opinión pública tratara del asunto, censurada y bloqueada, impedida de valorar una situación sin precedentes.

El Estado proveerá, fue la consigna implícita aún generalizada la convicción de una renta petrolera insuficiente para cubrir las necesidades más elementales de una población a la que se le destierra y expatria de una manera u otra, así permanezca en el territorio nacional. Lo cierto es que hemos sido víctimas de un deliberado proceso de desaprendizaje cívico que nos hace éticos e inmorales a la vez, morales pero antiéticos, o todo lo contrario, siguiendo la conseja oficial; supeditados a los propósitos volubles y utilitarios, circunstanciales y acomodaticios, oportunistas y feroces de los prohombres del poder que no encuentran todavía una respuesta contundente en la sociedad civil organizada y su expresión especializada más en el bien común: los partidos de la oposición, condición ésta indispensable para definirlos como tales.

Precisamente, la cosmética de la usurpación encubre la inexistencia práctica del principal partido de gobierno que, al confundirse con el Estado, se ha convertido en una dependencia más que deriva en una radical, extensa y bien presupuesta secta religiosa que quema incienso en los altares de un culto a la personalidad, por mucho que le mienta con desenfado y hasta sentido recreativo. El cultivo de una ética voltaria, móvil y trepidantemente delictiva, es la que ha permitido mentir en torno a los servicios de salud, agradecidos los contratistas que multiplicaron los módulos vacíos y desequipados que tienen por prisioneros a los precarios médicos cubanos por lo que pagamos directamente al Estado cubano; o idear términos como “tancol”, poblando de eufemismos la cruda realidad de un territorio subastado entre las fuerzas terroristas que tienen por único deber darle soporte armado a los miraflorinos, cuando y como lo requieran.

Nuestra experiencia con el covid-19 ha sido la de la censura y persecución de médicos, pero también la de un irrespeto a la convivencia, la indisciplina y a la apuesta a los dados de la vida misma, propensos a la depresión y el suicidio por motivos que van más allá de la pandemia, incumplidos con el más elemental deber de usar el tapabocas en un vecindario o en una unidad del transporte público. La tendencia no niega las extraordinarias demostraciones de entereza y desprendimiento que permitieron sobrevivir a muchos, pero las condiciones persisten, por una parte, desinformados, frecuentemente desasistidos, encarecidas las consultas y equipos médicos, crecientemente dolarizados los productos farmacéuticos, fortalecida la cultura de la muerte; y, por otra, en contraste con latitudes ajenas, imposibilitados de evaluar esa experiencia, faltando hasta los boletines epidemiológicos, que nos alejan de esa ciudadanía social cosmopolita sobre la cual reflexionó Adela Cortina al transcurrir la pandemia, por cierto, enlazando el populismo de Maduro Moros con el ibérico de Podemos y Vox (Ética cosmopolita, 2021).

Una ética de la irresponsabilidad, fundada en las emociones corrosivas, como la del socialismo del siglo XXI, orquestada por distintos especialistas al compás de sendas campañas propagandísticas y publicitarias, requiere para enfrentarla de una inicial, urgente y activa reivindicación de la memoria gracias al testimonio heroico que hemos rendido en más de veinte años de un combate cívico, pacífico, espontáneo y desarmado ante el régimen. No es el de la enfermiza reminiscencia de los viejos esplendores, convencidos que “la añoranza nacional, en cambio, es una fatiga ética”, como sentenciara Elisa Lerner (“Carriel para la fiesta”, 1997).

Fueron numerosos los médicos y enfermeros, como estudiantes de ambas disciplinas, los que voluntariamente se organizaron y conocieron con el emblema de las cruces verdes, azules, naranjas o amarillas, al tomar la iniciativa de riesgo en las masivas protestas de calle, socorriendo a los heridos y caídos en medio de la peligrosa y  desigual refriega con los policías y militares represores, perdiendo la vida misma como Paul Moreno, en 2017. Significa redescubrir el valor de la solidaridad real, eficaz y activa, como ocurrió con las víctimas del deslave de Vargas en 1999, que el propio Chávez Frías desconoció, desalentó y neutralizó al imponerse captando y canalizando exclusivamente los enormes recursos provenientes del exterior, temando por una rendición de cuenta los avisos pagados en la prensa local.

Por supuesto, hay muchos y vigorosos ejemplos de lucha que rescatar, añadidos los dirigentes sociales y partidistas presos o fallecidos, activos dentro o fuera del país, que han tenido que soportar también el prejuicio y estigma que el oficio gratuita e inmerecidamente suscita, entendida la política como un antivalor, pasando por alto el déficit de conductores políticos reales. Pocos se preguntan sobre la necesaria predisposición a actuar con y por el bien, justa o injustamente, prudente e imprudentemente, disciplinada o anárquicamente, desleal o deslealmente, honesta o deshonestamente, esperando por un milagro de redención.

Padecer es un valor sublime y liberador del cristiano, observó  Nicolai Hartmann (Ética”, 2011), pero la usurpación agota todos esfuerzos para que se traduzca en una experiencia aniquiladora, tratando que los familiares abandonen al propio preso político, fatigados y desmoralizados por la incertidumbre del proceso judicial o el cambio arbitrario del sitio de reclusión. Toda ética de la irresponsabilidad justifica la lejanía o desintegración de cualquier núcleo humano, y al beneficiario de una cuenta en algún paraíso fiscal, poco le importa la desmembración familiar, reduciendo a muy pocas y confiables personas los placeres que le toca –en justicia, asegurará– vivir.

El sistema dominante tiene un par de disvalores que les son fundamentales, buscando desprestigiar el ahorro, de suyo imposibilitado por la perpetua inflación y los costos del mismo servicio bancario asediado por el Estado; además, inútil sacrificio el de educarse para la realización personal, abiertos otros y muy dudosos caminos para el ascenso social. En todo caso, nadie puede albergar confiado un proyecto de vida, con metas claras y aún realistas, porque tampoco habrá otros proyectos políticos e ideológicos que compitan con el que hegemónicamente realizan desde el Estado, por muy simplista y maniqueo que fuere, incompatible con todo esfuerzo y destreza de valoración y argumentación que los actos de fuerza desconocen.

@Luisbarraganj