Es frecuente padecer en las tertulias televisivas, como réplica a una posición argumentada y repleta de datos, hechos y evidencias, una soflama despectiva y ad hominem que despacha el asunto con esa presunta superioridad moral que tantos se adjudican a sí mismos con sorprendente indulgencia.
Y la reina de las coletillas, el mantra que tapa las carencias discursivas, eleva a categoría el prejuicio ideológico y resuelve el asunto con un brochazo indigente, es bien conocida: «Y ahora a sacar a Venezuela y a ETA».
La frase suele proceder de quienes, en una contradicción que les inquieta tanto como a Sánchez el precio del queroseno aeronáutico, se ponen estupendos y exhiben una afectación cercana al ictus cuando glosan los dramas de la Guerra Civil o, no digamos, los holocaustos varios perpetrados por fascistas como Elcano, Hernán Cortés, Fray Junípero o Colón, en ese alarde de memoria histórica oscilante que requiere ya de un manual.
Por favor, señor presidente guapo, encárguele al Ministerio de Andares Bonitos o a la Secretaría de Estado del Bolo Colgando la edición de ese vademécum memorístico, para que sepamos qué podemos recordar y qué debemos olvidar sin meter la pata y estemos a la altura del Cuento de la criada que ya guía nuestras vidas.
Mientras, pues sí: Venezuela y ETA. Ya nos fumigarán, pero hasta que llegue ese momento hablemos de ello. De ETA porque, mientras despistan al personal con el absurdo debate de si el rey Juan Carlos puede ir a enterrar a la prima Lilibeth, se está indultando en nuestras narices a los asesinos de casi mil personas de carne y hueso, trasladándoles primero a una cárcel vasca a la carta que apañe los informes en contra de los profesionales penitenciarios del resto de España.
Y se está permitiendo, además, que los amigos de esos asesinos celebren sus gestas en la calle y humillen a sus víctimas, con Sánchez y Marlaska mirando a Cuenca y silbando complacientes para que puedan desplegar su odio como si fuera aquello el ocio de las Fallas de Valencia.
Y Venezuela está presente en las cartillas de racionamiento impuestas por una inflación que el gobierno aprovecha para forrarse, regularlo todo y añadir a la recaudación una amenaza constante de multa y restricciones coronada por un discurso caribeño: los malos son los hombres del puro y aquí está el Gran Timonel para ponerles en su sitio en nombre del pueblo.
El nacionalpopulismo español, que es la combinación de separatismo y chavismo que con otros nombres ya desvencijó la República, como reconoció hasta Azaña desde su exilio mortuorio en Francia, campa a sus anchas desde que ya en 2015 iniciara su asalto al poder en aquellos Ayuntamientos del cambio que terminaron en cambiazo.
Y ahora ha encontrado su espacio definitivo con la miseria, que es su caldo de cultivo predilecto y medra desde el frentismo: primero probó a dividir recreando una España falsa de bandos y trincheras, intentando jugar el partido de vuelta de la Guerra Civil. Y agotado ese cartucho, ha encontrado el relato definitivo enemistando a empresas y trabajadores, un binomio que sufre o disfruta a la vez en una democracia sana.
El propio Sánchez ha desplegado esa dialéctica en 24 horas infames, con la aprobación de impuestos especiales que hoy son para las energéticas y mañana serán para el ahorro y compareciendo en TVE para someterse a un masaje con final feliz en directo.
Y todo tiene una conclusión: si un gobierno así solo puede resistir en la pobreza, ¿qué otra cosa si no pobres creará para intentar garantizarse una nutrida clientela?
Artículo publicado en el diario El Debate de España