En este tramo de la carretera que cruza el desierto de Coahuila hay un reguero de mochilas de todos los colores, cobijas y piezas de ropa, al pie de las puertas abiertas de un furgón de carga. Allí iban encerrados, a una temperatura infernal, 64 migrantes centroamericanos con destino a Estados Unidos. El sábado 5 de marzo, cerca del poblado de Monclova, y cuando faltaban 300 kilómetros de recorrido, fueron abandonados por los coyotes con los que habían contratado el viaje en la Ciudad de México.
Clorinda Alarcón, nicaragüense, tenía apenas 20 años, y 8 meses de embarazo. La madrugada del 12 de febrero había salido de su lejana comunidad del Hormiguero, en el mineral de Siuna, junto con su esposo Pedro Manzanares, una niña de tres años, y su hermano Saturnino. Vendieron la casa y sus enseres, y todo quedaba atrás en sus vidas. La noche del viernes 4 de marzo ella llamó desde algún lugar de Coahuila a Cenia, su hermana mayor, para decirle que se iban acercando a la frontera.
“Eran las 2:00 de la tarde”, cuenta Pedro, cuando se dieron cuenta de que los coyotes los habían abandonado en medio de la nada porque el furgón no se movía. “Estábamos más muertos que vivos, casi todos desmayados por la asfixia, y entonces decidimos abrir un hoyo en la parte trasera del tráiler y sacamos a un chavalo delgado para que pudiera abrir por fuera porque si no nos hubiéramos ahogado toditos”. En la angustia por salir, pisotearon el vientre de Clorinda, que se había caído. Murió en el hospital al segundo día, víctima de “síndrome de disfunción multiorgánica”. El niño también. “Muerte fetal”, declararon los médicos.
El viernes 4 de marzo, la noche en que Clorinda habló con su hermana Cenia por última vez, otro grupo de migrantes buscaba atravesar las aguas del río Bravo cerca de Piedras Negras, también en el estado de Coahuila. En la oscuridad, metidos en la corriente hasta la cintura, hacían una cadena con las manos para evitar ser arrastrados.
Angélica Silva, que había hecho el azaroso viaje a lo largo de semanas desde Nicaragua, formaba parte de la cadena, y uno de los hombres que cruzaba con ella le había hecho el favor de cargar a su niña de cuatro años, Angélica Mariel. Casi al alcanzar la orilla del otro lado, la madre fue arrebatada por la corriente, pero logró alcanzar la otra orilla. El hombre fue arrastrado también, y no pudo retener a la niña.
Es lo que ella cuenta a la emisora La Rancherita del Aire, desde Eagle Pass, en Texas. Escuchó a la niña gritar pidiendo auxilio, pero que por alguna razón creyó que la habían rescatado del lado mexicano.
Al fin la encontró, aguas abajo, la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Fue identificada por la vestimenta que llevaba, una licra de color negro y una blusa de botones rosados y medias del mismo color.
A la madre le fue concedido asilo político. Su intención era llegar a Miami, donde tiene familiares. Ahora debió seguir el viaje sola.
Gabriela Espinoza, de 32 años, originaria de Managua, también pereció en las aguas del río Bravo el 21 de marzo. Según la Voz de Coahuila, un pescador intentó inútilmente rescatarla mientras era arrastrada por la corriente.
Había iniciado su viaje el 15 de febrero. Quería reunir dinero para mejorar la vida de su madre, María Mercedes Espinoza, dueña de una pulpería. “¿Para qué te vas a ir, mi hijita? Me estás dejando ya vieja de 71 años, mejor quédate conmigo, sos mi única hija mujer”, le suplicó, pero no pudo hacerla desistir. “Ella quería que yo viviera como una reina”, dice doña María Mercedes.
No sabían en la familia la suerte que había corrido en su viaje, hasta que su hermano Darwin recibió en Facebook la solicitud de amistad de una desconocida. “Ya desde ese momento sentí algo en mi corazón, la acepté, y la persona me mandó una foto de la cédula de Gabriela y me preguntó que si era mi hermana, y entonces me dio la noticia de que se había ahogado”.
El cuerpo se encuentra ahora en una morgue en México y la repatriación cuesta 7.000 dólares, que la familia no tiene. Para pagar al coyote tuvieron que vender un solar.
Es un drama que se multiplica en miles de vidas. Sólo en diciembre de 2021 la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos reportó más de 15.000 detenciones de nicaragüenses que intentaban cruzar desde México, y en todo ese año la cifra llegó a 87.000 personas.
En El Paso, Texas, los nicaragüenses se entregan por centenares cada día a las autoridades con la esperanza de recibir asilo, pero no todos tienen suerte, y muchos son rechazados y obligados a regresar a México. Y para llegar hasta los pasos fronterizos hay que exponerse a los engaños de los coyotes, a extorsiones de la policía, a los secuestros por bandas criminales. Ocultos en bodegas, hacinados en furgones, por días sin comer, ni bañarse. Y el riesgo constante de la muerte.
Es un éxodo sin precedentes en la historia de Nicaragua, motivado cada vez más por razones políticas, además de las penurias económica y la falta de empleo y de oportunidades. Huyen de la represión, del constante asedio policiaco, de la venganza gubernamental que se ceba en los que disienten y son vigilados en sus barrios, o en sus trabajos en los ministerios y entidades de gobierno. Haber estado presente en una marcha de protesta es ya un delito, opinar en las redes sociales también. Decir algo contra el régimen en un chat es suficiente para ser encarcelado.
Ahora que la atención mundial se concentra en los miles que huyen de sus hogares en Ucrania, para librarse de las bombas ultrasónicas de Putin, no olvidemos a estos otros refugiados que huyen de una dictadura de la que sólo se sabe muy de vez en cuando.
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