OPINIÓN

Estopa en la garganta

por Abraham Gómez Abraham Gómez

Todo el texto es esa gota de dolor que hay que colocarse en la lengua, hasta que de tanto arder, entendamos que mientras nos creamos al margen, no tendremos las manos limpias y que seremos culpables hasta que podamos hablar de la última masacre del hombre contra el hombre. Esto no es literatura…” Nunca Korczak llegó a Jerusalén. Jaime Vàndor. 1984

Ya no nos sorprendemos, y ellos tampoco guardan disimulo o recato. Poco les importa lo que pueda discernir la Comunidad Internacional –se atreven hacer amagos ante la Corte Penal, o mandarla bien largo al cipote– en los procesos preliminares que se adelantan.

Hay un grupito que busca exculparse de las venideras sentencias, aunque tengan que hundir a sus “compinches”.

En cualquier intersticio está la lupa oficialista para ejecutar “las biopolíticas contemporáneas”; es decir, un control político sobre nuestras vidas; para imponerle a la ciudadanía hasta la manera de sentir y pensar.

Nos están conduciendo, a través de una teoría sombría, a renegar de nuestra condición de ciudadanos y al tiempo admitir que somos instrumentos dados y aprovechables para los más disímiles experimentos sociales e ideológicos.

Sin los más mínimos escrúpulos, los aparatos tradicionales de control y de sometimiento están conectados a mecanismos paraestatales que persiguen, apabullan y despojan a los individuos de todo derecho y posibilidad jurídica. Hay una paradójica disposición a justificarlo todo dentro de la Constitución y las leyes, aparejado a la genuflexa entrega del resto de los poderes del Estado. La espasmódica reacción de la Fiscalía General de la República –de mea culpa estatal ante las abominaciones cometidas– no es más que un “trapo rojo” para desviar la atención del aspecto jurídico medular, que se les viene encima.

En los tiempos que transcurren resulta impensable que alguien, por bastante osado que llegue a ser, pueda convocar (tal vez contaminar) a una multitud con sus ideas totalitarias y salir ileso. Aunque la humanidad venga de padecer los horrores del holocausto, las conflagraciones mundiales, las excentricidades de los “iluminados, de quienes se dicen ungidos para rescatar a la especie humana y re-crear un “hombre nuevo”; aún persiste en cualquier latitud el germen larvario de los regímenes atroces, sin mayores disimulos, que violentan y persiguen hasta la aniquilación la condición y la dignidad humana.

A pesar de las contenciones, mediante tratados, que los países pactan para someter los mencionados ímpetus deleznables, los detentadores de la ignominia política consiguen resquicios para regustarse al percibir que hay una “masa poblacional” que le prodiga adoración perpetua, in extremis, dispuesta a entregar su vida en aras de concretar un ente centralizador, que hegemonice la existencia de los ciudadanos, sus actuaciones por mínimas que parezcan.

Los distintos estudios del Totalitarismo –como definición y práctica sociopolítica– coinciden en algunas características indispensables para que propiamente logremos la calificación de un sistema de este tipo.

Veamos. Hablamos de totalitarismo cuando el Estado tiende a regimentar todo cuanto representen las relaciones sociales, que se suponen pertenecen más al orden de los ciudadanos. Al punto de que el totalitarismo hace dependiente la civilidad de modo absoluto. Por añadidura el Estado ostenta rango preeminente tanto en el plano axiológico (los valores sociales serán siempre en función de la preservación de los intereses estatales), como en la estructura de la sociedad, inclusive en los designios de cada individuo en particular.

Ya Foucault lo había estudiado en la década del setenta, y lo categorizó como el biopoder.

Hoy, ese biopoder –que pensábamos que no nos alcanzaría– va haciéndose en nuestro país más evidente. La vida y lo viviente constituyen los retos de las luchas políticas en la Venezuela contemporánea.

Ha venido este régimen haciendo uso de los manuales de medios típicos del totalitarismo, para el control ciudadano.

Digamos:  acortamiento de las libertades de opinión, expresión y criterios (abierta o sibilinamente), conculcamiento del derecho a dar y recibir información. El caso del diario El Nacional ha sido el más patético. La vulgar utilización de la “justicia” para sus malévolos, propósitos.

Para mantener el poder a cualquier riesgo y precio, únicamente les interesa taponar con crudeza y sin escrúpulos bocas y oídos para que no digan, para que no escuchen. Obturar las conciencias. Constreñir las libertades en el ejercicio de la educación, de la propiedad privada, de producción, de comercio, de decisión de movilidad, de la participación social en condición de ciudadanos independientes.

Todo en nuestro país pretenden sellarlo con los tintes de partido único, oficializado, a cuyo frente se construye la figura de un “jefe absoluto” con poderes ilimitados; siendo él mismo el superior jerárquico de la estructura estatal. Lo anterior anudado bajo la estricta vigilancia de un cuerpo civil-militar con una lógica y discurso cuartelarlo, aterrorizante con la finalidad de asegurar la imposición sectaria de una ideología.

Estamos viviendo en una especie de Estado de Excepción permanente. Lo cual tarde o temprano cobrará sus deplorables consecuencias, tanto para las complicidades activas como para los silencios cobardes, de quienes se dicen de “oposición”, y terminan en caricaturas colaboracionistas.

Resulta lógico que nos preguntemos, ¿cuándo saldremos de esta pesadilla? Tan pronto cuando nuestro pueblo deje a un lado las cargas de temor y se disponga a hacer justicia por las muchas tropelías soportadas, por tantas actitudes ominosas padecidas.

Habíamos pensado que con el derrumbamiento del Muro de Berlín, también se hacía posible el descalabro estrepitoso de teorías anacrónicas (comunismos, socialismos de baja ralea, fascismos, totalitarismos, populismos, militarismos, personalismos, absolutismos, estatismos, y todo ismo que se atreva a condicionar las libertades humanas) cuyo propósito viene dado para escindir a los seres humanos, indoctrinarlos de manera imbécil y ubicarlos forzosamente en posiciones dicotómicas, para desatar luego las riendas a detestables maniqueísmos irreconciliables.