“Todo el texto es esa gota de dolor que hay que colocarse en la lengua, hasta que de tanto arder, entendamos que mientras nos creamos al margen, no tendremos las manos limpias y que seremos culpables hasta que podamos hablar de la última masacre del hombre contra el hombre. Esto no es literatura…”
Jaime Vàndor. Nunca Korczak llegó a Jerusalén. 1984
En los tiempos que transcurren resulta impensable que alguien, por bastante osado que llegue a ser, pueda convocar -tal vez contaminar- a una multitud con sus ideas totalitarias y salir ileso.
Aunque la humanidad venga de padecer los horrores del holocausto, las conflagraciones mundiales, las excentricidades de los “iluminados”, de quienes se dicen ungidos para rescatar a la especie humana y re-crear un “hombre nuevo”; aún persiste en cualquier latitud el germen larvario de los regímenes atroces, sin mayores disimulos, que violentan y persiguen hasta la aniquilación de la condición y la dignidad humana.
Agreguemos bastante más. No obstante, de las contenciones jurídicas que los conciertos de países pactan, normatizan y arreglan para someter los ímpetus deleznables de regímenes abominables, los detentadores de la ignominia política consiguen resquicios para regustarse al percibir que hay una “masa poblacional” que le prodiga adoración perpetua in extremis.
Asumen que esa gente incondicional estaría permanentemente dispuesta a entregar su vida en aras de concretar un ente centralizador, que se encargue de hegemonizar la existencia (y la vida absoluta) de los ciudadanos, sus actuaciones por mínimas que parezcan. Así como lo está leyendo. Se ciegan y no ven y menos miran más nada.
Los distintos estudios, que hemos revisado, aproximan una taxonomía de la categoría de la cruel patología socio-política denominada Totalitarismo. Precisamente, tales indagaciones académicas –nutridas por las realidades- coinciden en algunas características indispensables para que propiamente logremos la calificación de un sistema de este tipo.
Identificamos el totalitarismo cuando el Estado tiende a regimentar todo cuanto representen las relaciones sociales, que se suponen pertenecen más al orden de los ciudadanos, de sus íntimas realizaciones y propios desempeños.
Se hace tan intrusivo el Estado, en los asuntos del ciudadano, al punto de hacer dependiente la civilidad de modo absoluto. Por añadidura, el Estado ostenta rango preeminente tanto en el plano axiológico (los valores sociales serán siempre en función de la preservación del interés estatal), como en la estructura de la sociedad, inclusive en los designios de cada individuo en particular.
Lo que el filósofo francés Michel Foucault estudió en la década de los setenta como el biopoder:
“El derecho que se formula como de vida y muerte es en realidad el derecho que se auto adjudica el Estado de hacer morir o de dejar vivir. El poder ante todo con derecho de captación de las cosas, del tiempo, los cuerpos y finalmente la vida; culminando en el privilegio de apoderarse de ésta para suprimirla. Un poder del Estado que posee funciones de incitación, de reforzamiento, de control, de vigilancia, de aumento y organización de las fuerzas que someten”. (La voluntad de saber. 1977)
No caben dudas, hoy en día va haciéndose en nuestro país más evidente el biopoder.
La vida y lo viviente constituyen los retos de las luchas políticas en la Venezuela contemporánea; por cuanto, quienes gobiernan dejaron de ser gobierno para devenir en un régimen que descaradamente hace uso de los manuales de medios típicos para el control ciudadano. Dígase: acortamiento de las libertades, abierta o sibilinamente, conculcamiento del derecho de expresión, de información. Taponan con crudeza y sin escrúpulos bocas y oídos para que no digan, para que no escuchen. Obturan las conciencias. Constriñen las libertades en el ejercicio de la educación, de la propiedad privada, de la producción, del comercio, de decisión de movilidad, de la participación social en condición de ciudadanos independientes.
Todo en nuestro país pretenden sellarlo con los tintes de “partido único”, oficializado, a cuyo frente se construye la figura de un “jefe absoluto” con poderes ilimitados, siendo él mismo el superior jerárquico de la estructura estatal.
Lo anterior anudado bajo la estricta vigilancia de un cuerpo militar-civil con una lógica y discurso cuartelarlo, aterrorizante; con la finalidad de asegurar la imposición sectaria de una ideología.
Los planos trazados, con anterioridad, por regímenes de idénticos talantes en el mundo nos permiten discernir, ahora, el totalitarismo que padecemos que busca preservarse ante cualquier contingencia. Que con seguridad vendrá.
Conocemos que tan pronto como los pueblos dejan a un lado las cargas de temor y se disponen a hacer justicia por las muchas tropelías soportadas, por tantas actitudes ominosas padecidas irrumpe la libertad (que no liberalismo). No hay que confundir los términos.
Habíamos pensado que con el derrumbamiento del Muro de Berlín también se hacía posible el descalabro estrepitoso de teorías anacrónicas (comunismos, socialismos de baja ralea, fascismos, totalitarismos, populismos, militarismos, personalismos, absolutismos, estatismos, y todo ismo que se atreva a condicionar las libertades humanas) cuyo propósito viene dado para escindir a los seres humanos, indoctrinarlos de manera imbécil y ubicarlos forzosamente en posiciones dicotómicas para desatar luego las riendas a detestables maniqueísmos irreconciliables.
La realidad desde siempre ha estado llena de contradicciones, plena de complejidades, escurridiza para pretender encerrarla en un sistema socio-político que impone sus propios fetichismos.