El caso Padilla sigue vivo a 52 años de los hechos. Es inevitable porque significó en su momento un parteaguas en la relación del mundo cultural con la Revolución cubana. Los utópicos 60 del “flower power”, los Beatles, el Mayo Francés y Cuba se agotaban rápidamente. El espaldarazo de Fidel a la invasión soviética a Checoslovaquia había sido una bofetada a una rebeldía que parecía planetaria. Peor que el gesto era su justificación. Ningún país socialista podía tolerar ser separado precisamente del campo socialista. Si para algo tenía antenas Fidel era para el peligro: la zafra de los 10 millones había sido un fiasco, Allende proponía en Chile una vía pacífica al socialismo y en su campo interno los escritores alentaban disidencias, aún lejanas, pero perceptibles. Los condenados de Condado de Norberto Fuentes, el afortunadamente exiliado Guillermo Cabrera Infante y sus “calembours” verbales, el inencuadrable Lezama Lima y… el premiado y reconocido Heberto Padilla y su libro de poemas Fuera del juego. Su locuacidad la resuelve la seguridad del Estado que en marzo del 71 lo pone preso para resucitarlo cuarenta días después en un formato conocido en política, pero desconocido hasta entonces en el mundo de la cultura. Todos recordaban los juicios de Moscú en el 36 y los de Praga en el 52, pero aquellas autoacusaciones descabezaban jerarcas con pedales en el poder. Un poeta es otra cosa, probablemente su opuesto conceptual. Un poeta, en principio, no tiene más que su pluma. La prisión de Padilla fue un navajazo político y moral que provocó la reacción de la intelectualidad de la época (Sartre, Moravia, Vargas Llosa y demás), pero su autocrítica fue peor. No solo acercaba Fidel a Stalin, sino la crueldad política y policial al mundo de la cultura.
Ríos de tinta se escribieron sobre el tema, pero en 2022 surge un elemento nuevo. Hasta ahora toda la polémica se apoyaba sobre el discurso estenografiado de Padilla. Sobre sus palabras. Pero no olvidemos que de Lenin para aquí, el cine es una tentación inevitable para cualquier bolchevique y 52 años después ve la luz, vaya usted a saber por qué mano amiga, el registro filmado de lo ocurrido el 27 de abril de 1971 entre las 9:00 de la noche y las 12:30 de la madrugada en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Gracias al gusto de Fidel por el espectáculo, a la palabra en papel, se le suma ahora la imagen. El cuerpo del delito encuentra su alma. El filme de Pavel Giroud, de escasa hora y veinte, tiene la primera virtud de la brevedad y su consecuencia lógica, la contundencia. Porque lo que estamos viendo es al personaje histórico Heberto Padilla, una víctima que para llegar a sobreviviente tiene que dar la performance de su vida. Y en ese ejercicio se demuestra un orador y un actor de primera línea.
Lawrence Olivier, preguntado una vez sobre la mayor dificultad de un actor respondió: ”La sinceridad, una vez que aprendes a fingirla, te consagraste”. Esa fórmula aplica a Padilla que agoniza por su vida, jura que ese encuentro ha sido pedido por él, arruga el discurso que había preparado e improvisa sin un titubeo, sin una palabra fuera de lugar, y como está improvisando se deja llevar por su entusiasmo. Padilla es creíble cuando se humilla, se descalifica, grita loas a la generosidad de la revolución, busca motivos para su extravío literario, trata de encontrar en su pasado un motivo que lo haya llevado por sendas tenebrosas y antirrevolucionarias. Y logra su propósito. Hace que le creamos su autocrítica, por exagerada, por desaforada. Porque logra en un momento de genio de actor amalgamar la desesperación de la víctima, el hambre de vida del sobreviviente con el dominio de la palabra de un gran escritor que imagina líneas narrativas para salvarse. Y luego viene el momento más desolador y el que lo hunde. Hasta ahora Padilla ha sido un reo confeso, pero luego da dos pasos en el barro. El primero es todavía perdonable. Ha descubierto su culpa, ha visto la luz gracias a los buenos muchachos de la seguridad del Estado que lo han guiado por el camino del autoconocimiento. El otro, el que le sigue es terrible. Padilla nombra a sus amigos y a su esposa que, está seguro, habiendo pensado como él, ahora, mirándolo desde la sala, están tan arrepentidos como él y tan solidarios con él como él con ellos. No solo los acusa, además, los integra a su autoinculpación. Todos forman un solo bloque. Hay un elemento más perturbador que sus palabras. En su entusiasmo, en su disfrute de ese síndrome de Estocolmo que Padilla parece degustar y con el cual cree estar salvando su vida y ahogando su destino, Padilla suda, moja su camisa, trata de secarse el pelo, como si esa agua que rueda a chorros por su cara pudiera por momentos delatarlo, como en efecto hace. Luego vienen los descargos, la preguntas y respuestas, las intervenciones corroboradoras de los amigos encausados. Y, guinda de la torta, imágenes de las víctimas por venir, Reinaldo Arenas, Virgilio Piñera. Sin contar un Norberto Fuentes, cuya hora llegará mucho más tarde porque hasta ese momento la seguridad del Estado lo protege de Fidel.
Es un filme formidable, un alegato irrebatible al que solo cabe reprocharle detalles menores, paralelismos con los disidentes soviéticos (cuya suerte, no menos terrible, fue distinta), o paralelismos con otros países. Detalles menores. Un documento imprescindible.
El caso Padilla. Director, productor y montaje: Pavel Giroud.
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