En ocasiones me ha tocado ser testigo de disputas familiares cargadas de animosidad, cuyos detonantes fueron la muerte del patriarca fundador. A partir de este triste suceso puede suceder que algunos herederos —a veces agrupados en facciones que se enfrentan unas contra otras— procuren denodadamente prevalecer en desmedro de otros. El desarrollo de este tipo de conflictos es, por necesidad, bastante dramático. Pueden ser protagonizados por los que invocan un ferviente y leal deseo por preservar lo que el patriarca construyó con su inteligencia y su esfuerzo, y buscan neutralizar al hermano o al sobrino bueno para nada o abiertamente descarriado. Y también por los que apelan a los sagrados derechos que les corresponden en su condición de vástagos del difunto y consideran que cualquier argumento meritocrático resulta vacuo e improcedente.
Salir del modelo de la empresa familiar y cerrada no es una decisión sencilla. La historia nos enseña que el deseo de perpetuarse a través de una estirpe es una característica común a monarcas de diversa índole. Y los líderes empresariales —los emprendedores, los pioneros, los innovadores— suelen poseer psicologías similares a la de los guerreros fundadores de reinos y monarquías. A los modelos de gestión cerrados se oponen modelos abiertos, en los que las decisiones y la organización deben estar basadas en las virtudes personales y no en su pertenencia a una estirpe. Pero optar por un cambio de paradigma obedece, al fin y al cabo, a una decisión libérrima que es tomada por quien ejerce sus derechos de propiedad en el ámbito privado.
Distinto es cuando las dinastías comienzan a echar raíces en el modelo democrático-republicano, abierto por definición. Más aún cuando la reelección —aun cuando sea interrumpida por periodos interpuestos— se convierte en la obsesión de algunos caudillos. Mientras que unos regresan o pretenden regresar al poder, otros preparan el camino para que este sea asumido por la cónyuge, el hermano o el hijo predilecto. Al parecer el poder envicia como una droga que eleva la adrenalina hasta alturas indescriptibles. Una droga que algunos se empeñan en compartir con la familia.
«¡Sufragio efectivo, no reelección!» fue la consigna con la que Francisco Madero inició en 1910 la Revolución Mexicana, buscando terminar con el régimen de Porfirio Díaz —el llamado Porfiriato– que había retenido el poder por más de treinta y cinco años gracias a sucesivas reelecciones. El gobernar durante un único periodo y renunciar a candidatearse de nuevo fue desde entonces una constante de los presidentes mexicanos, incluyendo los de los largos años de la «dictablanda» (el irónico neologismo es de Enrique Krauze) del Partido Revolucionario Institucional. En contraste con aquel espíritu, hoy en día la tentación dinástica puede ser una forma de reelección soterrada, que distorsiona la alternancia del poder que presupone el sistema republicano-democrático.
¿Son los partidos políticos —los democráticamente organizados, no los clubes de amigotes de un caudillo o de seguidores de un corifeo— la herramienta adecuada para que la meritocracia y la alternancia en el poder se articulen? En todo caso su debilitamiento parece ir de la mano con la irrupción de dinastías republicanas la región. He aquí otro de los dudosos legados de los discursos antisistema.
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