OPINIÓN

Estanflación y guerra

por Ramón Tamames Ramón Tamames
Ucrania adolescentes

Foto Getty Images

Se suponía que 2021 y 2022 iban a ser años de veloz recuperación tras lo peor de la pandemia. Pero la situación no mejoró tan rápido como estaba previsto a causa de una serie de cuestiones que seguidamente tratamos de identificar.

Sin apenas preavisos se apreció en gran parte de la economía mundial la escasez de una serie de productos básicos, en gran medida por los inventarios agotados sin reposición con la prontitud necesaria. El ritmo de producción se aminoró en la oferta de bienes y servicios, con las consiguientes subidas de precios.

También incidió en los mercados el cese productivo de muchas empresas que no resistieron los efectos de la pandemia de todo un año de confinamientos y exclusiones, sin apenas ventas y costes fijos.

La aceleración del recorte de emisiones de gases de efecto invernadero para el cumplimiento de los compromisos sobre el cambio climático del Acuerdo de París de 2015 indujo al cierre de centrales térmicas de carbón, sin que las renovables alcanzaran a cubrir lo necesario para compensar. Esto provocó una verdadera crisis energética con una fuerte subida del MWh, en tanto que los precios del gas natural superaron todas las cotas previsibles, con el petróleo en máximos.

En todo el proceso contra la pandemia ha sido y sigue siendo muy importante la actuación de los bancos centrales, sobre todo la del Sistema de la Reserva Federal (SRF) en Estados Unidos y del BCE en Europa, en pro de la recuperación con fuertes inyecciones de liquidez a tipo de interés cero. Tanto el SRF como el BCE facilitaron recursos ingentes por la vía de comprar deuda pública y bonos corporativos en el mercado secundario, generando al tiempo un gran aumento de medios de pago, lo que también impulsó la carrera de precios al alza.

Los episodios expuestos llevaron a su vez a un fuerte efecto inflacionista, sobre cuya posible duración hay muy diferentes conjeturas, aunque con la previsión ya de que el episodio alcista va acentuándose y perdurará después de los años 20 y 21 de baja inflación, e incluso de deflación.

Conviene señalar también la retirada de hasta cuatro millones de trabajadores en Estados Unidos del mercado laboral, desanimados por una serie de razones antropológicas: no se disponen a volver al tajo después de los confinamientos y exclusiones pandemitas, un fenómeno ya perceptible también en otros países, con la inevitable deriva de la subida de salarios.

Hay que agregar finalmente una considerable caída del comercio internacional, inducido en parte por la nueva economía de la escasez. Y también por el factor transporte, con fletes a niveles elevados e insuficiencia de contenedores, cuyos precios se multiplicaron por seis en 2021.

Así las cosas, lo que se ha generado es una tendencia manifiesta a la estanflación, combinación nociva del lento crecimiento y la inflación. Este término económico fue ideado en 1965 por Ian McLeod, ministro británico de Economía, que por entonces se consagró rápidamente, y que después de haber sido evidente en la década de 1970 ha vuelto ahora para quedarse entre nosotros, aún no sabemos por cuánto tiempo.

Ya con esa estanflación marcando la realidad, el miércoles 23 de febrero se hizo presente un cisne negro: la invasión de Ucrania por tropas rusas, estacionadas en sus fronteras desde meses antes. El eventual ingreso de Ucrania en la OTAN disparó en Moscú -con la crítica de casi todo el mundo- los resortes bélicos para impedir que el gobierno de Kiev llegue a un acuerdo con la Alianza Atlántica.

No vamos a entrar ahora en los antecedentes de esa injustificable guerra de Putin, al poner a Europa, y al mundo entero, en una situación peor que la de 2014, cuando se produjo la anexión de Crimea. Además, esta vez la guerra ha generado una más que peligrosa aceleración de la carrera armamentística, empezando por la recomendación de la OTAN de presupuestos militares al menos del 2 por ciento del PIB. Y adicionalmente, con el previsible abandono de su neutralidad por países como Finlandia y Suecia, que no están en la OTAN, pero que al ser parte de la UE tienen asegurado el apoyo militar de sus socios de Bruselas frente a posibles agresiones exteriores. Por su parte, en Estados Unidos podrá llegarse a los 800.000 millones de dólares destinados al Pentágono, y la República Popular de China tiene en marcha presupuestos militares con un incremento de hasta un 7 por ciento superior al del PIB en su décimo cuarto Plan Quinquenal.

La solución económica esquemática ideal puede estar más o menos clara, con una estrategia conjunta a nivel de G-7 y G-20. Pero la solución real es más que difícil. Está llegando la hora de la verdad para darnos cuenta todos de que no se puede seguir en el Consejo de Seguridad con el derecho de veto que bloquea las posibles negociaciones dentro de las Naciones Unidas.

Políticamente y en el contexto presente, Washington DC ya no puede seguir siendo el gendarme/hegemón de todo el mundo: no habrá un segundo siglo americano de hegemonía total, y seguramente tendrá que ser sustituido por un concierto multipolar que permita una verdadera búsqueda de la paz perpetua, que preconizó Kant en su célebre ensayo de 1795. Porque si hasta ahora nos hemos librado de la guerra nuclear, eso no significa que no vayamos a hundirnos para siempre en ella; por algún tipo de negligencia o directamente por la búsqueda del terror en momentos tan tensos como los actuales.

De ahí la importancia de un arbitraje para acabar con la guerra. Y en ese sentido, ahí está China, más que nada desde su enfoque confucionista, que podría enfriar el maligno y trágico ardor guerrero de Putin. Además, la República Popular ha permanecido al margen del conflicto, no como Estados Unidos y Europa, que están al lado de Ucrania. Pekín podría ser valedor de unas negociaciones de más que urgente necesidad, para ir poniendo remedio a una situación que, de escaparse de las manos, sería el triste fin de casi todo.

Artículo publicado en el diario ABC de España