«Sería debilidad no ocuparme -escribía Joan Miró, el pintor catalán- de si podré o no acabar una obra en el transcurso de mi vida. Lo importante no es acabar una obra, sino dejar entrever que un día será posible comenzar alguna cosa». Y agregaba que había que esperar con absoluta confianza el porvenir Y dejó escrito: «No importa si muero sin que me sea posible dar a conocer mi obra. Es necesario estar dispuesto a trabajar en la más absoluta indiferencia y oscuridad».
En Caracas, me despierto cada día, entreveo la claridad que se anuncia a través de las líneas de la persiana de mi cuarto y me dispongo a recomenzar la triste o jubilosa aventura de mi propia vida que como otra sombra se mantiene integrada a la siempre dislocada aventura del país que me vio nacer hace noventa años. Allí donde vayan mis pasos, allí estará el país mirando lo que mis ojos estén mirando y sintiendo los estruendos de mi afligido corazón ante el fracaso del país en manos de los perversos narcos responsables del socialismo de mediocre izquierda que nos azota sin misericordia alguna.
Sin embargo, no flaqueamos y hacemos esfuerzos por mantener no solo la dignidad que muchos han perdido o están perdiendo al traficar deplorables conductas con el régimen, sino la voluntad de inventar nuevas maneras de producir bienes, alimentos nuevos nunca imaginados antes; nuevas líneas de trabajo Y algo igualmente prodigioso levanta a mi decaída alma: la empecinada confianza en el porvenir a que hacía referencia el pintor catalán. Pareciera que durante largos momentos el país careciera de rumbo, viviera desorientado y sin fuerzas, agobiado por la sensación de que en lugar de ser una roca inamovible la oposición política no es otra cosa que un penoso archipiélago de ilusorias vanidades del poder. Pero la confianza vuelve a mí porque sueño con disfrutar de un país nuevo y sano liberado de toxinas dogmáticas, que renacerá de la misma manera como lo hace el sol cada mañana al entrar por la ventana de mi cuarto incitándome a seguir recorriendo los caminos que elija mi sombra. Y me sostiene ahora la seguridad de que si muero sin alcanzar mi propósito, alguien continuará liderando alguno de los islotes del archipiélago opositor o con los valerosos moradores del nuevo islote llamado Ulises, surgido espontáneamente sin toxinas de ninguna naturaleza, que perfilará con mayor coherencia los accidentados y rugosos bordes del país y hará posible que los venezolanos emerjan de los escombros institucionales a que lo redujera el despótico chavismo del siglo XXI.
Todos los que mostramos tener una mente abierta estamos dispuestos a trabajar en el rescate del país con la más absoluta decisión y clara honestidad porque creemos en él, de alguna manera hemos sembrado árboles, hijos, y los hemos visto crecer y construido casas y hemos visto llover y celebrar las salidas y las puestas del sol con la certeza de que amanecerá nuevamente. En ese porvenir creemos y en él construiremos nuestras obras, cultivaremos flores y abrazos; los ríos seguirán su curso sin plantearse inútiles reflexiones y cesará la amarga diáspora que nos aventó por el mundo. Sé que algunos de nosotros no volverán porque también han echado raíces en el país que eligieron voluntariamente, pero con los que regresen levantaremos la geografía.
Mi hija Valentina, siendo niña adolescente, llegó por primera vez a Nueva York y en Times Square gritó entusiasmada: «¡Estoy en el Primer Mundo!» y como ella, algún día que espero cercano, todos miraremos al cielo de los Hombros de América y exclamaremos: «¡Estamos en el Primer Mundo!»