La exaltación de los derechos privados, tan en boga por estos días, se sustenta en la presuposición de una serie de requisitos de mera naturaleza individual, lo que termina propiciando, tarde o temprano, la apatía política. Si la exaltación del comunitarismo ha terminado por hacer de la vida ciudadana una ficción en la que se desdibujan los contornos de la condición individual, transformándola en una multitud incapáz de poder decidir por sí misma y reduciéndola a su impotencia, la exaltación de la individualidad abstracta llega, por el camino inverso, exactamente al mismo punto: a la bancarrota de la libre voluntad y de sus auténticos derechos. Mientras mayor sea la exigencia de la preponderancia de lo abstractamente individual mayor será su identificación con el “hombre masa”.
Una discusión acerca de cuál es el mejor modelo, el más adecuado para la sociedad, sin que ninguno de sus interlocutores sepa a ciencia cierta de qué se está hablando, solo sirve, de un lado, para encubrir la ambición de poder del ignorante que poco o nada sabe de Nación o de Estado o, via negationis, para incrementar aún más la frustración de una muchedumbre con un pie en la incertidumbre y el otro en la resignación. Muchedumbre que, desde el principio, desconocía el real sentido y los alcances de las protestas masivas en las que, muchas veces -sobre todo al principio- participó. Y, como era previsible, sus esperanzas terminaron en temores.
En política, toda presuposición termina dando rienda suelta a las más lúgubres expresiones de autoritarismo y terror. Es el caso del régimen de gansteril, de sus indiscriminadas prédicas “revolucionarias”, “bolivarianas”, “humanistas” y “republicanas”, que terminaron en el horror de un país en ruinas, aunque con “bodegones”. Pero también es el caso de un puñado de políticos “pragmáticos” -en realidad, improvisados, irresponsables y sin la mayor formación-, quienes, asesorados por una sarta de “científicos” de bullpen, cuyas nuevas cartas astrales son las estadísticas y las metodologías “de punta”, suponen o que “la realidad es lo que es” -“eso es lo que hay”- o, peor todavía, lo que sus planos astrales “deberían” obligarla a ser, a remate de cifras y porcentajes. Son los Mister “Ship” del hipismo o los Carlitos González del beisbol insertos en la praxis política. Y como no consiguen acertar, tal como era de esperarse, acuden a la liturgia de la esperanza, del “tiempo de Dios”, o de su equivalente mediático: la retórica hueca, vaciada de todo contenido, del “vamos bien”, del “sí o sí” o del “sí se puede”. Pero, si desde hace veinte años las premisas son las mismas, ¿los resultados podrían llegar en algún momento a ser distintos? A fin de cuentas, lo tácito -precisamente, lo que se presupone- oculta la ignorancia del mediocre, vístase de casaca roja o de blue outlet stores.
Cuando no se emprende la búsqueda histórico-filosófica del origen de los vínculos del espíritu de una Nación -el Ethos-, no se llega muy lejos. Y es que no es posible concretar un cambio radical en la vida de una determinada formación política y social sin efectuar el proceso de reconstrucción de su ser y de su conciencia sociales, de conocer a fondo los elementos externos e internos que conforman el pulso de su devenir, esa dinámica que transforma un conglomerado en una auténtica comunidad, una multiplicidad de intereses informes en una Nación. Todo lo cual se expresa a través del estudio del lenguaje, el arte, la religión, los tipos de gobierno, las instituciones políticas, las leyes, el desarrollo productivo, educativo, literario y científico, así como las formas de pensamiento en general que han logrado fraguar su Volkgeist. Se trata de comprender el ser y el tiempo de una determinada Nación en su historicidad. Porque, como dice Hegel, cada Nación tiene sus propias representaciones, “un rasgo nacional establecido, una manera de comer y beber, ciertas costumbres que le son propias”. En fin, “un modo particular de vida”. Solo cuando los instrumentos de “medición” dejan de ser la fuente primaria del conocimiento y la conciencia se dedica a comprender-se, se produce el cambio, y se puede crear un auténtico proyecto de Nación y Estado, en el que no solo la comunidad se sepa inmersa en sus costumbres, sino en la que los individuos logren identificarse consigo mismos, pues al compartir los valores de su comunidad, los individuos, lejos de ser concebidos como masa informe, crecen y con-crecen, porque sus almas se enriquecen y pueden reconocerse libremente en la unidad orgánica de la totalidad social y política de la que forman parte. Es eso a lo que se denomina eticidad o civilidad. Y mientras mayor sea el desarrollo de la educación estética mayores serán su armonía y fortaleza. Pero nuestros políticos de oficio parecen no saber nada de eso.
Se equivocan quienes, a fuerza de un maniqueísmo ya casi instintivo, presuponen que la salida de las ficción totalitaria de un régimen que ha terminado por secuestrar a los individuos, hasta pretender transformarlos en rebaño, consiste en la promoción de la ficción individualista. De un lado, se exalta al Estado -en realidad, a la sociedad política- contra la iniciativa privada; del otro, se exalta al individuo -en realidad, a la sociedad civil- contra la opresión del Estado. Dos unidades en sí mismas opustas y recíprocamente contradictorias. El Estado es percibido como el aparato del gobierno que ejerce el poder, mientras que la Nación está formada por el pueblo, sus súbditos, sometidos a su absoluta voluntad. Semejante presuposición de la doctrina rousseauniana no sólo es inexacta, sino que es, además, superficial. Hablar de la “soberanía nacional” o de la “soberanía popular” ya implica la exclusión de la idea de Nación de una concepción amplia y orgánica del concepto de Estado, porque sólo es posible hablar de soberanía si se consideran las diferentes esferas de la sociedad como una totalidad concreta, cabe decir, como el recíproco reconocimiento de la sociedad política y de la sociedad civil, del Estado y de la Nación. En última instancia, la sociedad política, a la que por lo general se le denomina Estado, no es más que la sociedad civil -la Nación en cuanto tal- hecha, es decir, objetivada. Rousseau invierte los términos: según él, los individuos enajenan sus derechos al Estado, el cual, a partir de ese momento, regula su libre voluntad. En realidad, es al revés: la voluntad de la Nación se ha objetivado y ha creado un Estado, un garante de sus intereses, un organismo que representa y preserva su eticidad, el modo de ser propio de su tiempo. Que con el pasar de los años el objeto creado pase a ocupar el puesto de su creador depende del nivel de conciencia de los individuos que forman parte de dicha Nación.
La Venezuela de hoy ni es una Nación ni es un Estado. La labor de los sectores progresistas de la sociedad no consiste ni el regressus al “como éramos antes” -cosa del todo imposible-, como tampoco en la intentio de participar en el “juego del gato y el ratón”, teniendo a una tiranía de narcotraficantes y terroristas como potenciales interlocutores. Las “gangas” para intentar posicionarse de algunos cargos “estratégicos” que le permitan tener presencia en el “Estado” y tomar aire para un segundo combate son tarea baldía. Venezuela requiere reinventarse, rehacerse, recomponerse, ser refundada desde sus raíces. Y sus raíces pasan por la elaboración de la superación y conservación de sí misma. Tarea nada fácil, sin duda. Pero este será el esfuerzo más humano y sublime de un país que bien lo merece.
@jrherreraucv