“Será mejor que aprendas a vivir, sobre la línea divisoria, que va del tedio a la pasión“. (Joaquín Sabina)
Cuentan que, en cierta ocasión, Paul Wittgenstein, hermano de Ludwig Wittgenstein, autor del Tractatus, se encontraba practicando sus ejercicios de piano a una mano, porque solo tenía una, cuando, repentinamente, los interrumpió para golpear la pared que daba a los aposentos de Ludwig, que se encontraba en silencio escribiendo.
“¡Cómo pretendes que toque el piano con tu escepticismo metiéndose por debajo de la puerta!“, le gritó.
Me han ocurrido muchas cosas desde que empecé a escribir. La mayoría, la inmensa mayoría, buenas. Es muy gratificante que gente a la que no conoces, o a la que no conocías, alabe tu trabajo. Es cierto que, por lo general, hay que huir del halago como de la peste, pero siempre sienta mejor un beso que una patada.
Aun así, es cierto que uno no escribe para gustarle a la gente. Uno debiera escribir, en primer lugar, para acabar satisfecho de lo que manda a la redacción. Es verdad que uno nunca es buen juez de sí mismo. Se demuestra, en la práctica, en numerosas ocasiones. Hay veces que, al acabar un artículo y releerlo, no puedo creer que lo haya escrito yo. Confieso que, antes de mandar los artículos para su publicación, los leo y los releo, me los envío al móvil, los vuelvo a repasar y, finalmente, los envío a redacción.
Tengo, afortunadamente, mucha gente que me aprecia. Algunos, incluso, me quieren, lo cual puede hacer que su imparcialidad quede en entredicho a la hora de juzgarme. Pero he de confesar que, aunque a veces, muchas, soy mi peor enemigo, sin embargo, otras, tras leer el artículo pienso “qué bueno eres, cabrón “.
Esto, podría parecer que es vanidad, y es cierto, es vanidad.
Pues, sin embargo, la mayoría de las veces, los artículos que tienen más lecturas y por los que recibes más impactos positivos son aquellos de los que tenías más dudas y, esos otros, que te han parecido la cima de la creación periodística, pasan inadvertidos.
Contaba mi apreciado Juan Tallón que, en cierta ocasión en la que comenzó a trabajar en un periódico, uno de los primeros artículos que le encargaron fue hablar del mundo de la construcción. Con el fin de documentarse lo mejor posible, acudió a una empresa promotora y se entrevistó con sus propietarios, visitó un estudio de arquitectura, acudió a una decoradora muy prestigiosa y, finalmente, visitó algunas obras para hablar con los operarios. Una vez terminado el trabajo, acudió a su redactora, orgulloso del artículo que tenía entre manos.
Esta, nada más leerlo, rompió el folio en dos, luego en cuatro, luego en ocho, hasta convertirlo en confeti. Después, sin levantar la vista de la mesa, le dijo: “Perfecto. Ahora escríbelo de nuevo, pero como si fueras el albañil “.
A veces menos es más, pero no me doy cuenta de ello hasta que ya se encuentra impreso o editado. Entonces, me arrepiento de no haber acudido a la papelera antes que a la revista.
Tengo que confesar que en mi casa no me leen. Será porque me conocen demasiado bien para hacer caso a mis idas de pinza. Bueno, siendo justos, mi hijo Javier sí me lee. Mi mujer, a veces, si se lo pido, también. Desde aquí, mi agradecimiento. Sin embargo, tengo grandes amigos de toda la vida que sí lo hacen y, a pesar de ello, aún no me han retirado su amistad. Hay vínculos que resisten casi cualquier avatar.
Ya saben, nadie es profeta en su tierra. Sin embargo, entre aquellos que, de momento, solo me conocen por las redes, tengo algunos lectores fieles que me alientan a seguir escribiendo. Entre estos se cuentan algunos célebres tuiteros, como el doctor Poyato o Sonya Casado, entre otros habituales que ya me perdonarán, a los cuales agradezco su fidelidad y apoyo. Es asombroso cómo las redes han proporcionado un medio donde volcar la creatividad que antes no existía, lo cual te da una visibilidad, a veces excesiva, pero sin duda invalorable.
Si hoy usted me está leyendo es, sin duda, gracias a Internet, gracias a Twitter y gracias a la generosidad desmesurada de Alfredo Urdaci que, en un arranque de locura, puso las páginas de la revista fan fan a mi disposición.
Son cosas como esta, que alguien como Alfredo, que ha sido y es un hito en el periodismo español, deposite su confianza en tu trabajo, las que, humildemente, te cargan de energía para seguir haciéndolo.
Recuerdo muy bien que, al principio, lo más difícil era encontrar un tema sobre el que escribir. Me pasaba días enteros mascullando posibles temas, imaginando desenlaces, leyendo a otros autores, periódicos, para poder encontrar el hilo del que tirar.
Ahora, sin embargo, me siento ante el teclado y le digo “cuéntame algo“. En realidad, no importa de qué escribas, sino cómo lo hagas. Tu lector no está realmente buscando un tema, te está buscando a ti. No le importa lo que dicen las líneas, sino lo que se esconde en el interlineado; mucho más interesante, con toda seguridad.
En cierta ocasión, Eugene Delacroix, pintor francés del siglo XIX, preguntado por un joven aprendiz acerca de la temática de sus lienzos, hizo la siguiente aseveración, sin duda extrapolable a la literatura; “Oh joven artista, ¿esperas un tema? Todo es tema, el tema eres tú mismo, tus impresiones, tus emociones. Dentro de ti es donde debes mirar, y no a tu alrededor “.
Esto refrenda mi idea de que la escritura en general, literaria o periodística, es en cierta medida una introspección, una búsqueda del autor de un camino, un medio, por el que espiar su alma y exponerla al público. Un escritor es, en primer lugar, un exhibicionista, necesitado de mostrar al público lo que su devenir diario no le permitiría.
Así, pues, hay que seguir escribiendo. Unos te amarán, otros te odiarán, a otros les resultarás indiferente, pero mientras te lean estarás vivo.
“Se trata solo de poder dormir, sin discutir con la almohada, donde está el bien, donde está el mal“ (“Que esta boca es mía“, Joaquín Sabina).