OPINIÓN

Esta batalla ya casi la ganan para el totalitarismo

por Miguel Ángel Cardozo Miguel Ángel Cardozo

Malheridos y exánimes en el cantil donde nos estrellamos tras una caída libre de 22 años, unos mirando el siguiente despeñadero por el que intentamos no caer y otros consolándose en su creencia de haber llegado al fondo del abismo, estamos a punto de ser arrojados a unas fauces oscuras, sangrientas y comunales por los mismos que bajaron en rapel entre sus exhortaciones a que aguantásemos —nosotros— la longuísima caída «necesaria» que prescriben sus manuales de «cívica» lucha por la «libertad» en diez millones de pasos a los que sin siquiera un tímido asomo de rubor llaman «realistas», no «quijotescos», hasta «convenientes» para el mantenimiento de la «paz», en lo que más bien luce como un desesperado intento justificativo en crónicas alteraciones proyectivas, mientras avanzan para empujarnos sobre la sangre de los cientos de miles de cadáveres que yacen pacíficos en esta fosa común y que dejaron tantos golpes contra ese primer tramo de la pared del acantilado, contra aquel asesino muro, invicto e incólume, sin atreverse a mirar el hórrido suelo que expone la inutilidad de su «elevada» praxis política.

Tuvimos que enterarnos de que Niurka es una de los últimos venezolanos que están llegando sin vida a este otro borde, en esta etapa que pronto culminará con «cívicas elecciones» seudolegitimadoras de lo írrito y unas enchiladitas en México, para recordar que hemos perdido a demasiados, que apenas es el principio del descenso y que la muralla contra la que millones más se golpearán en el próximo tramo tiene una peor configuración. Y no incurriré en la indelicadeza, por decir lo menos, de afirmar que estoy transido de dolor por esta evitable pérdida, porque no lo estoy del modo en que sí deben estarlo su madre y sus demás deudos, y porque no soy uno de esos traficantes de la muerte y de la ajena aflicción que aun tuvieron el valor, entre llamados al «voto» y sus parabienes a ellos mismos por la concreción de la ruta de la enésima «negociación», de expresar de las más elaboradas formas su «profundo pesar» por lo que solo puede calificarse de vil asesinato para pasar al minuto siguiente a los memes por un «error» televisivo que, después de conocer yo lo primero tras haberme dejado arrastrar por las mecanizadas olas de lo segundo, pude comprender dentro de su auténtico contexto.

Claro, las risitas nerviosas son menos comprometedoras que la aritmética del crimen que inevitablemente conduce a las preguntas que nadie se atreve a formular, no por temor a la bestia totalitaria que más bien se jacta de la devastación que produce con sumo deleite, sino por miedo a la aplanadora de la «corrección» cívica que con tanta destreza manejan unas auctoritatis que saben tanto, pero tanto de una cosa, que «ignoran» todo lo sustantivo.

¿Cuál es el número de muertos, por no hablar de venezolanos hostigados, torturados y exiliados, que colinda con la frontera del «hasta aquí»? ¿Cuál es la cifra?, ¿dos millones?, ¿cinco?, ¿la tercera parte de la población?, ¿el 70 %?… ¿Cuántos venezolanos muertos se requieren para dejar de aspirar a ser unos «cívicos» esclavos, pacíficamente ordenados en la marcha a las cámaras de gas, y pensar en convertirnos en unos «bárbaros» libres? Y esto, para no dejar margen a las malintencionadas malinterpretaciones, no es un llamado a la violencia, pues el sentido común y la inteligencia no son violentos, sino sensatos e inteligentes, ni tampoco a la degradación que sigue al abandono de los valores fundamentales a los que, más bien, debemos tratar de asirnos para el desarrollo de una cultura democrática deslastrada de la esclavizante hipocresía con la que ella ha sido aquí confundida.

Deberían tan diestros conductores del civismo tener la gentileza de explicarnos, a los menos ilustrados, a los desprovistos de lo necesario para entender los arcanos de su ética, dónde está la supuesta línea que separa el «aceptable» daño colateral, el de su lucha guiada por el pensamiento «trascendente», de un holocausto condenable, aunque no podemos esperar más que unas palmaditas en las manos por nuestros osados y pueriles empeños cuantitativos de quienes no dudan, en función de la dirección del viento en cuyas ráfagas siempre se acomodan para tener la razón —porque de eso se trata, de tener la razón, ya que una auctoritas «nunca» se equivoca— en instruirnos sobre el escaso valor de lo cualitativo cuando les decimos que, desde luego, lo menos importante es la cuantificación de la pérdida en virtud de que una sola vida es la medida de lo inaceptable por ser la vida en sí misma lo sustantivo; lo que en modo alguno implica que esa cuenta no deba sacarse. Pero ¿y quién lo hace? ¿A quién no le incomoda la verdad?

Lo peor de todo es que, a pesar de lo ocurrido y perdido, insisten en arrojarnos al abismo y junto con nosotros a ese jarrón chino en que devino el «interinato», cuya utilidad quedó un seudoacuerdo de «salvación» y cuatro letales desaguisados atrás, y no habrá que esperar mucho para ver, puesto que a la vuelta de la esquina está la inmolación de la nación por la «paz» según, con, por y para el chavismo, el rosario de contradicciones con las que intentarán «recomponer» lo legítimo después de hacerlo trizas con la aceptación del juego, las reglas y las decisiones de lo írrito.

Esto, por supuesto, no sorprende, ya que mal se podía esperar que quienes corrían siempre con sus cortos pasitos detrás de aquel zorro viejo y no bueno de amplias zancadas llamado Trump y hoy solo asienten a lo que se les dice desde la Oficina Oval y diversas instancias internacionales, sin una estrategia que «obligue» al mundo democrático a contribuir a la consecución del cese de lo que, a largo plazo, terminará siendo la más destructiva de las pandemias de continuar esta inicua dinámica de permisividad y apego a lo que no pertenece al impensado rompecabezas del siglo XXI, tuviesen el tipo de capacidad de persuasión que articula más allá de la diversidad de visiones en torno a un proyecto coherente, realista, no quijotesco, factible y conducente a la paz que solo nace de la libertad y la justicia —sí, la justicia sin la que no es posible una verdadera paz—.

Al contrario, luego de un par de aciertos y muchos desengaños, lo que quisieron entender por acuerdo y unidad fue el inarticulable «avenimiento» de sus intereses con mil pareceres distintos por la cosecha de «amigos» para el mantenimiento de unas posiciones en el marco de la muy conocida filosofía del cargo a la persona, de lo que ha resultado esto, la «paz» de un variopinto grupo conformado por felices violadores de derechos humanos, eviternos interinos, cívicos y complacidos protovenezolanos, y tranquilos demócratas del mundo sobre un pacífico cementerio —que no camposanto, porque nadie en él descansa en paz—.

¿Por cuáles oscuros derroteros habría transitado la segunda mitad del siglo XX de no haber persuadido Churchill a los suyos de no caer en la trampa de una indefinida «negociación» con sociópatas que, como los del antes y los del después, solo entendían por tal el sometimiento del otro a sus designios? ¿Hasta dónde habría llegado el puño con la esvástica de no haber persuadido él al león agredido de no responder en el acto y con todo su poder a la agresión, sino dirigirse primero a Europa, unirse a la manada que luchaba contra una amenaza mayor y concentrar sus mayores esfuerzos en tal empresa? Tanto a los suyos como a ese temible león, ciego en su ira, más poderoso que él, pudo Churchill persuadirlos y llevarlos al terreno de lo conveniente para todos.

El mundo no es ahora como aquel, sin duda, y los espacios y métodos para la persuasión poco tienen que ver con los que otrora supo instrumentalizar Churchill como ningún otro lo hizo, pero lo que no ha cambiado es la esencia de aquello capaz de aglutinar para el impulso de auténticas causas emancipadoras y democráticas, de lo que se entreteje con valores fundamentales que nada tienen que ver con imposibles perfecciones, y eso —es hora ya de asumirlo— tenemos que desplegarlo fuera de la esfera de la politiquería, aunque necesario es para ello que en esta babel se aprenda en primer lugar a hablar las lenguas ininteligibles para el mal y a emplearlas en una efectiva comunicación, sin tergiversaciones. Y será menester que se aprenda también a identificar la amplia gama de recursos requeridos en la empresa emancipadora y a aprovecharlos con inteligencia, sin confundir los llamados a hacerlo con una suerte de pedigüeñería que no es parte ni del carácter ni de los discursos y acciones con los que se pretende contribuir en una lucha que debe ser objeto de una profunda reingeniería y ser además conducida de manera diferente, para así obtener resultados distintos de los obtenidos en 22 años por haberse incurrido en los mismos errores, una y otra vez, en nombre de una «paz» que no es tal. Solo así dejará el país de estar a merced de fuerzas e influencias que, indistintamente de las intenciones, han beneficiado a una de las más ruines dictaduras que han existido.

No puede seguir siendo «aceptable» y apenas anecdótica la cotidiana pérdida de vidas inocentes, a manos de sádicos sin escrúpulos, por el insólito predominio de criterios que a menudo acompaña la ausencia de disposición para considerar cualquier otro planteamiento distinto de aquel o de aquellos de los que estos derivan, y el impedir que ello continúe constituyendo el óbice a la derrota del delincuencial emporio chavista es una tarea que ya debe pasar de los deseos a un real accionar conjunto. De lo contrario, seremos pronto empujados por el mencionado despeñadero en un contexto regional de rápida propagación de la peste dictatorial. Todo por la «paz». Esa «paz» que maldice; la «paz» de la muerte que mitiga los ruidos que incomodan a no pocos «demócratas» del mundo; la «paz» que no es paz.

@MiguelCardozoM