Ayer se cumplieron dos años, nada menos, del último aumento del salario mínimo y sus implicaciones en las tablas salariales, en los sueldos de todos los trabajadores venezolanos. A punta de bonos -mayores en monto que los sueldos mismos- pretenden encauzar la depauperación más tormentosa y larga de quienes trabajan o están jubilados o pensionados en Venezuela.
Pero la angustia vital, si bien se fundamenta principalmente en lo económico insoslayable, no sólo está allí, que ya sería bastante, muchísimo. Esta situación de emergencia humanitaria compleja no sabemos si es más compleja que humanitaria o que emergencia. La angustia de vivir aquí tiene sus decorados, sus guindas de tortas que pueden variar más o menos en algunas regiones, en algunos sectores, en algunas casas o en algunos individuos. Aparte de no percibir una remuneración suficiente para la vida o la dignidad, por aquello que la OIT denomina trabajo decente, que no lo hay en nuestro país si no en algunas empresas privadas, el ciudadano común y más corriente debe lidiar con diversas angustias existenciales. Mucho más allá de darle razón filosófica a la vida.
Los servicios, por ejemplo, son parte fundamental de la calamidad diaria. Lugares donde se va la electricidad a diario, o por varios días. Daño irreparable en los aparatos, calor demás. Todo esto debe ser soportado con la ausencia de agua regular por la tubería, o más fallas en la telefonía o el internet. Sumemos el transporte o la gasolina, para el desplazamiento. Y agreguemos las exigencias laborales. Si la familia es numerosa, la calamidad alcanza niveles astronómicos. Todo ello aunado con las carencias en la atención de las vías, la limpieza o recolección de basuras o del ornato público que pudiera garantizar siquiera un esparcimiento visual. Porque recreación y esparcimiento, así, lucen negados por décadas para la mayoría.
Si hablamos de enfermarse, cosa habitual para quienes comienzan a entrar en años, pero no solamente para ellos, la calamidad acrece en demasía. Hospitales y ambulatorios en los que resulta mejor no entrar, por contaminación, ausencia de personal, de medicamentos, de aparatos elementales, de oxígeno, de curas básicas, hacen de la enfermedad la multiplicación de los males. Si le toca ir a una atención privada tiene que tener un seguro probablemente más oneroso de lo que usted puede costear sin vender el carro o la casa. Y, después, toca comprar los medicamentos o acudir a montes, a yerbajos de curanderos. Enfermarse es muy fácil en Venezuela. Y no hablo de salud mental, tan afectada.
De hecho, el incremento de los suicidios, notado por los organismos que llevan las cifras al respecto, da cuenta de una situación explosiva en términos personales y colectivos. A pesar de ser un año electoral, en el que suelen sacar los recursos que mantienen agazapados esperando esta oportunidad valiosa para su permanencia en el poder, aún no se percibe mejora alguna que permita algún aliciente vital. Lo pondrán sobre la mesa pública nacional sólo cuando lo crean conveniente para atrapar votantes. No lo dudo.
Y todavía preguntan por qué casi 8 o más millones de venezolanos vagan por el mundo en busca de una manera distinta de sobrevivir que está tan demandante para cada individuo. La situación se torna más allá de lo desesperante. La gente espera ansiosa poder votar para contribuir a su modo con la salida de esta cobarde tortura colectiva, de este secuestro y de esta esclavitud moderna. Irse es una opción, claro. No la más conveniente para la superación de los problemas que hay que enfrentar aquí, desde aquí. Pero todos sabemos lo que eso significa en términos de acoso y de ataque a las libertades, incluyendo la de la vida. La desesperación debe traducirse en millones de votos en contra de estos sátrapas. Cifradas las esperanzas de todos en esa posibilidad para el cambio, no hay lugar para defraudar esas mismas esperanzas, porque el agotamiento colectivo es mayúsculo. Se precisa una votación inocultable, para perfilar un país donde se pueda vivir: éste, de otro modo.