OPINIÓN

Esperanza y libertad

por Ofelia Avella Ofelia Avella

Gabriel Marcel, el filósofo de la esperanza, ahonda en esta virtud tan difícil de saber bien en qué se funda, en momentos en que su país está ocupado por fuerzas extranjeras. “Se espera” en aquello que no se tiene y que apunta, por lo mismo, hacia un destino, una finalidad. Dice Marcel: “La esperanza, evidentemente, no alcanza solo a lo que está en mí, lo que pertenece al terreno de mi vida interior, sino a aquello que se presenta como independiente de mi posible acción, y particularmente de mi acción sobre mí mismo: yo espero la vuelta del ausente, la derrota del enemigo, la paz que devolverá a mi país las libertades de las que el desastre le ha despojado” (Homo viator). Sabemos bien que ese ausente puede no regresar; que el enfermo puede morir y que una guerra puede durar mucho más de lo previsto. ¿En qué esperar, entonces? ¿En dónde asirnos?

Es interesante que Marcel asocie la esperanza a la paciencia, al pudor de un corazón limpio, capaz de creer que un presente difícil puede cambiar. El desespero, la impaciencia, por el contrario, ensombrecen el horizonte por forzar unos cambios que ameritan de mayor reflexión o de un cierto estado de paz interior que ayude a enfrentar las situaciones más atinadamente. El esfuerzo cotidiano, el estudio, la reflexión sobre lo que es la libertad (de movimientos y de conciencia), el sincero cambio interior por esmerarnos en ser mejores, será lo único que puede ir estructurando, desde “dentro” hacia “afuera”, una realidad tan desestructurada. Los cambios profundos son lentos y a veces imperceptibles, pero así como la semilla va creciendo bajo tierra sin que nadie lo advierta, asimismo sucederá en el país si los que hacemos lo que podemos, lo que está en nuestras manos, con tenacidad y constancia (con la mejor voluntad de la que seamos capaces), seguimos sembrando aunque parezca que no hacemos nada.

Marcel dice que por esperarse algo que no se tiene, este bien ausente por los momentos será, al hacerse presente, una gracia, un don, un regalo. En parte no dependerá de nosotros, pues a veces las circunstancias no se adecuarán en absoluto a lo que teníamos en mente. A veces, en cambio, resultarán más parecidas a lo que esperábamos. Por eso la verdadera esperanza debe afianzarse en el ser de las cosas; no en el tener, pues poner condiciones a priori a lo real solo generará una gran decepción cuando las cosas no resulten como queremos. La realidad es como es y, lejos de invitarnos a la pasividad, la esperanza necesita de nuestra parte una apertura que sea capaz de desprenderse de los resultados inmediatos o de los esquemas que tenemos (pues todo puede exigirnos virajes que, de no estar abiertos, no advertiríamos como necesarios). Se trata de confiar en los procesos y, es la lucha diaria, cotidiana, en lo concreto de cada instante, como los hombres vamos fortaleciéndonos y adecuándonos a lo real y a la novedad de los tiempos.

Esta apertura a lo real no es fácil, pero es ella la que nos ayuda a experimentarnos más libres, pues desprendidos del resultado que puede tardar en llegar, y derivar, además, en algo distinto a eso que esperábamos, los hombres vamos descubriendo un “paraíso” interior en el que anidan las fuerzas que nos impulsan a luchar y a trascender lo difícil. Si todos fuésemos esmerándonos en ser cada vez mejores; cada vez más humanos y profundos, el ambiente que nos rodea, el de nuestros seres queridos más cercanos, irá estructurando lo desestructurado y desmontando lo falso: lo debilitado ya por una vida agotada por este régimen que oprime.

Vivimos tiempos de fragmentación. Ya el país es grande y sus regiones, distantes unas de otras. Esto hace que integrarnos sea difícil. Si a esto añadimos las injusticias y el desorden que vivimos; la corrupción y la arbitrariedad de los que gobiernan; sabemos bien que el panorama se torna ensombrecido. Yo no veo otra salida que la de que cada uno sea mejor persona, sabiendo, de antemano, que por libres, unos querrán cambiar y otros no. Esto implica abrirse a todo el que sinceramente apueste a un cambio por un país distinto. La esperanza, extrañamente, se asocia también al misterio del mal, pues la piedra de tranca que amenaza siempre con frustrarnos es lo que duele, lo que hace sufrir, y resulta difícil de asimilar. Cuando uno se siente incapaz de superar lo adverso, la desesperanza asoma con fuerza. Por eso no es lo mismo ser creyente que no serlo, como bien dice Marcel, pues una progresiva apertura a lo real y a los demás conduce como de la mano a Dios. La fe en que Él viene en nuestra ayuda en todo momento, pero con mayor razón cuando todo nos sobrepasa, constituye una fuerza que brota de Su propia intimidad. Si no fuese por Él, a veces, sencillamente, no podríamos con las pruebas de la vida.

Así como la muerte no viene a diluirnos en la nada, así los hombres estamos llamados a rebelarnos contra las injusticias y a procurar enfrentar lo que va mal. A veces tocará resistir en silencio, no dejando que impere en nosotros la injusticia que advertimos fuera. A veces se nos exigirá un enfrentamiento más directo con las circunstancias (aunque aquella otra vía es la base de toda lucha), según cada uno vea que pueda hacerlo en concreto.

El camino es siempre tratar de ser mejores. Como dijo Rafael Tomás Caldera en algún artículo de hace algunos meses, la “receta” para tiempos como los nuestros es tan antigua como la historia de la humanidad: vida interior; profundidad de sentido; apertura a la naturaleza y a Dios. De allí nace la fuerza para luchar y reconstruir una sociedad desestructurada.

La esperanza camina hacia la luz si nos abrimos al futuro. El desespero ensombrece el horizonte y genera frustración. La apuesta por la apertura es la apuesta por la claridad que podrá abrirnos nuevas rutas de reencuentro entre los que queremos otro país.