OPINIÓN

Esperaban a Supermán y llegó el Pato Donald

por Ramón Hernández Ramón Hernández

Leer las aventuras de Supermán era un pasatiempo barato. Costaba 0,75 bolívares y si no lo estropeabas el suplemento se podía cambiar por otro en similares condiciones con los amigos. También en algunos kioscos, pero con un costo adicional que variaba según el prospecto de agallas que tuviera el comerciante.

Leer suplementos era tan común como ver El Show de Joselo los martes en la noche o Radio Rochela los lunes. Los miércoles a mediodía llegaban las nuevas aventuras de Supermán y el resto de la legión de héroes y villanos: Batman, El Halcón Negro, El Halcón de Oro, Aquaman, Linterna Verde, Tarzán, El Llanero Solitario, Roy Rogers, Red Ryder, Marvila –la Mujer Maravilla–, Tom y Jerry, El Pájaro Loco, Gasparín –el fantasma amistoso–, El Gato Félix, La Zorra y el Cuervo, El Conejo de la Suerte y todos los personajes de Disney, con una especial preferencia por Tribilín y la vaca Clarabella, tan esbelta  y coqueta como ingenua.

Los suplementos, como le decían los caribeños a los tebeos de los madrileños –Mortadelo y Filemón– y a las historietas de los “filósofos” del Cono Sur, eran tan cuestionados como hoy los videojuegos, las mangas japonesas y el prehistórico jueguito de tenis de Atari. Fue entonces, antecediendo  las dictaduras de Augusto Pinochet en Chile, Jorge Videla en Argentina y Juan María Bordaberry en Uruguay, cuando Ariel Dorfman y Armand Mattelart publicaron el librito Para leer al Pato Donald, que fue una puñalada en el plexo solar de la industria del cómic. Mafalda, Condorito y los personajes del Corín Tellado del trazo, Rius, como los galos Astérix y Obélix eran contemporáneos marginales, pero favoritos de la intelectualidad izquierdista que no se perdía una revista Mad, en inglés y que pocos entendían.

Inmediatamente, sin discusión ni debate, los cómics que editaba la editorial mexicana Novaro en su segmento Ediciones Recreativas, una franquicia de la estadounidense DC Comics, empezaron a tener una merma en las ventas. Y no solo porque comenzaba la televisión en colores y la transmisión en directo de los campeonatos mundiales de fútbol. Seguir las aventuras del Pato Donald y, por antonomasia, la legión de superhéroes era como ser de la CIA. La industria cultural fue incorporada a la guerra fría, pero ya no eran los escritores, artistas y actores cautivados por los enviados de Stalin los héroes, los que estaban del lado correcto de la historia, sino “los analistas” cuestionadores-propugnadores de la “cultura popular” que construían los mass media, que era la forma de referirse al entretenimiento de las clases populares. A los que cuestionaban que Supermán luchara por la verdad y la libertad.

De la noche a la mañana, con la publicación del folletín de 161 páginas que “instruía” cómo leer “mensaje oculto”, el desmadejado y casi tonto personaje de Disney devino en una especie de Rambo del imperialismo y los 3 sobrinos –Hugo, Paco y Luis– en un comando de mercenarios al servicio del Pentágono. Defenestrado Salvador Allende y huido Mattelart a su Bélgica natal, Ariel Dorfman se fue a Francia y luego Estados Unidos a dar clases en reputadas universidades imperialistas. Pero, al contrario de Mattelart, cambió de canal y se desmarcó de las especulaciones marxistoide-freudianas en modo fake. No repudió el texto, como sí lo hizo Eduardo Galeano con Las venas abiertas de América Latina, sino que trató de olvidar el asunto sin despreciar, claro los derechos de autor. No se hizo especialista en el tema, sino que se dedicó a lo suyo, a la literatura, a la ficción, a escribir teatro y a la enseñanza, la fase superior de la novelería.

Contra toda lógica científica, el folletín Dorfman y Mattelart todavía se estudia en universidades y se debate en círculos de estudio antiimperialistas como una revelación similar a la Pedagogía del oprimido de Paulo Freire. Se lo toman en serio, lo consideran una revelación, creen que en verdad es un estudio de contenido –de las intenciones ocultas de los manipuladores de la cultura de masas–, un “logro” producto de combinar las “técnicas” del marxismo y el psicoanálisis. Un absurdo tan gordo como viajar a la Luna en un cohete guiado por los algoritmos de XBox o Play Station. Ni el marxismo es una técnica semiológica, ni Mattelart es el sabio que ha presumido ser, ni Dorfman ha leído tanto a Freud como para considerarlo un psicoanalista. Tampoco a la inversa. El folleto es una especulación, un fake.

Con la «técnica» de Dorfman-Mattelart hasta los cuentos de los hermanos Grimm parecen una confección de los “monstruos manipuladores” de Langley, Virginia. El dúo dialéctico parte de premisas falsas, de conjeturas pueriles. Se preguntan “¿por qué las clases populares ‘invierten deseo y extraen placer’ de esa cultura burguesa que los niega como sujetos?”. Sin embargo, no muestran esa negativa. Simplemente asumen como verdad científica el supuesto de Marx sobre la “lucha de clases” útil quizás en el siglo XIX, pero no en la sociedad que ha evolucionado y ha pasado por dos guerras mundiales calientes, una fría e infinitas de baja intensidad, de foco, de guerra de guerrillas y siempre supuestamente inspirados en el barbudo de Tréveris y la sombra financiera y armamentista del eje Moscú-La Habana-Pekín.

La cultura popular o la cultura de masas fue lo contrario y también lo otro de lo propuesto por Dorfman y Mattelart. Ahí empezó la burla y la degradación del supuesto arte “elitesco”, burgués, que el dúo le atribuye defender. Picasso y los abstraccionistas eran presentados como pintores de mamarrachos y sus admiradores como idiotas; la música clásica como música para dormir o espantar ratones, pero eso es apenas un lunar. Lo real y alentador es que la televisión, la caja tonta de los cuestionadores progresistas tan a la altura de los tertulianos, sin querer enseñó a varias generaciones a apreciar la música clásica y un buen jazz. Una u otro era el sonido de fondo de las comiquitas, y, a veces, hasta su protagonista. Supermán no va a venir, ni nadie lo espera. Comenzando el siglo XXI, les pareció más avanzado resucitar un caudillo del siglo XIX, exaltar a un reposero, santificar terroristas, acompañar narcotraficantes y convertir en santo de peregrinaje a un demagogo senil. Habiendo quebrado en el campo de las ideas se dedican a lo único que hacen bien: mentir y tergiversar la realidad.