Escribir sobre el general Franco, aún transcurridos más de 40 años de su primera inhumación, podría interpretarse como una osadía, un escándalo para quienes se presumen víctimas directas o espirituales de la guerra civil y la dictadura, incluso una provocación en tiempos actuales de triunfo y predominio de la democracia en España.
De solo pronunciar su nombre en cualquier escenario dentro y fuera de España, podrían aflorar pasiones y resentimientos de origen diverso; muchos de ellos plenamente explicables,otros provenientes de informaciones e interpretaciones sospechosas, originarias fundamentalmente en el pensamiento y la militancia política de izquierdas.
Cuesta juzgar a Franco, ha dicho Paul Preston, en la medida que la propaganda del régimen dificulta para muchos ajenos a la política y al debate ideológico, la comprensión desapasionada del Caudillo de España–también la facilita, en tanto y en cuanto su mitificación alcanzó el grado sumo de convicciónpara él y sus seguidores incondicionales–. Suele decirse que nadie que no esté “obnubilado de cómplice complacencia”, podría negar sus verificadas crueldades y repetidos excesos que suscitaron odios y reticencias irreconciliables, expresadas indistintamente en los predios de la política y de la literatura en sentido amplio; en este último caso, si se quiere ser objetivo, es preciso matizar o incluso descartarbuena parte de cuanto se ha dicho en ensayos y biografías de corte antifranquista.
Habría que aclarar que no toda la literatura antifranquista, proviene de fuentes marxistas. También se le oponen las tendencias socialdemócratas, democristianas y las monárquicas. Para nosotros, herederos hispanoamericanos de una tradición marcadamente hispanista, queda claro que no somos ni hubiésemos podido ser franquistas, siendo como somos demócratas esenciales.
No todo el mundo detestaba o detesta a Franco –nos dice Pío Moa–,para quien el anatema más atestado de aborrecimiento, le acompañará durante toda su carrera militar y política desde la guerra civil. Y le sigue acompañando –con sorprendente vitalidad, añade– cuarenta y tantos años después de su muerte. Su victoria militar –concluye Moa–, está en el origen de todo ello, y las diatribas contra él transmiten la impresión de que su triunfo se convierte en crimen gigantesco contra la historia y el pueblo español, contra la libertad, la paz y el progreso.
Transgresión inexpiable, como sostienen sobre todo las izquierdas; otros sectores de la opinión, son menos severos con el dictador. Y aquí sí que cabe preguntarse: ¿a quien derrotó Franco, a la democracia o a una revolución sustancialmente comunista? La respuesta parece obvia y podemos imaginar dónde estaría o que caminos habría transitado España de haber triunfado el Frente Popular.
La historiase encauzó por otras vías, algo que para muchos resulta de veras afortunado, porque ya se ha visto cómo el comunismo soviético –el mismo que personificó Largo Caballero, el Lenin español para más señas, líder del PSOE y jefe del gobierno republicano a partir de 1936–, no devino en sociedad perfecta de economía planificada, en estado de bienestar colectivo sin explotación ni injusticia social, menos aún sin opresión de un partido único, como demuestra la historia. Llama la atención que quienes detestan a Franco, ignoran los crímenes de Stalin, de Pol Pot o de Fidel Castro; es el relativismo moral de las izquierdas, unarrebato que igual incumbe a otras figuras del pensamiento y la acción.
Los seguidores de Franco se empeñan en resaltar algunos de sus logros más notorios, como el impulso a la Clase Media, los programas agrícolas y forestales, la construcción de pantanos y carreteras y sobre todo haber evitado que España cayera en el comunismo, vía despejada hacia su eventual fraccionamiento en repúblicas independientes (i.e. Cataluña; el País Vasco); sostienen que la unidad de España se debe a partir de 1939, al régimen de Franco. Estos a su vez ignoran el ostracismo que envolvió a España por décadas, causante de su atraso palmario en comparación con otras naciones europeas, incluso hispanoamericanas, para referirnos a las que fueron sus áreas de influencia; también ignoran su despotismo, sus fusilamientos sumarios y condenas indisculpables, acciones todas éstas qué en aras de una mínima objetividad, habría que contextualizar en las circunstancias, costumbres, prácticas, normativas y creencias del mundo de su tiempo. Muy poco o nada de cuanto se diga a favor de Franco, parece ser tolerable en buena parte de la España democrática de nuestros días; ello es perfectamente explicable, insistimos.
Pero hay un hecho cierto que a nuestro juicio no se debe pasar por alto al tratar el tema de Franco, la guerra civil y la dictadura frente a las nuevas generaciones. En términos generales, parece que el asunto pierde interés entre quienes vagamente conocen las historias que dieron relieve a mitos y posturas laudatorias del franquismo, tanto como a la condena del general Franco y su régimen dictatorial.
Razones generacionales y probablemente de orden práctico sustraen a los jóvenes de semejante diatriba que para ellos no es útil ni resuelve los problemas de actualidad española. En ese contexto, se promueve desde el gobierno socialista –es obvio que nadie más lo iba a hacer–la conocida popularmente como Ley de Memoria Histórica, un instrumento normativo que propone el reconocimiento de todas las víctimas de la guerra civil y de la posterior dictadura del general Franco. De ella se dijo en entornos opositores al proponente, que apenas abre viejas heridas ya superadas en el exitoso tránsito a la democracia y su consolidación a lo largo de las últimas cuatro décadas; para ellos no era necesaria y su puesta en vigencia podría contribuir a despertar viejos demonios.
Pues bien, el caudillo de España ha vuelto a ser noticia de actualidad en el alarde de la exhumación de sus restos mortales del Valle de los Caídos. No hay duda de que la tumba de Franco construida sobre un monumento nacional concebido como exaltación a su triunfo sobre el Frente Popular era una insolencia que debía abordarse con objetividad y resolverse razonablemente. Pero la memoria histórica es la que es y no la que hubiese querido que fuese aquella parte de la sociedad española que todavía se siente heredera espiritual de los oprimidos por el franquismo.
Sin duda, el sentido político dado al tema de la memoria histórica exhala un cierto halo de revanchismo. El monumento del Valle de los Caídos nada tiene que ver con la democracia española, como tampoco tienen que ver con ella las obras monumentales de las casas de Austria y de Borbón o las reliquias del acueducto romano de Segovia. Son solo expresiones sobrevivientes de un proceso histórico igualmente colmado de excesos que no se pueden exculpar o imputar con leyes contemporáneas ni con discursos políticos. Erradicar o alterar vestigios de cualquier período en la historia de España, puede convertirse en atentado contra la memoria de un pueblo que no tiene razón válida para ocultar su pasado, incluido el más doloroso.