Crecí a la sombra de un amor desmedido a la Madre Patria, se hablaba de España con no poca veneración y admiración por el arrojo de sus hijos que nos habían integrado, para bien y para mal, a un reino y un mundo lejos del cual hubiéramos seguido siendo pasto de culturas sanguinarias y despóticas, como fueron incas y aztecas, para profundo despecho de los indigenistas de tronío que tanto pululan en estos días a ambos lados de la mar océano.
Crecí oyendo a mi padre entonar, poco afinado cierto es, «Madrid» cantada por el mismísimo Agustín Lara, y recuerdo la emoción que le ponía al entonarla; y concluía siempre diciendo: “Es que si no fuera por los españoles todavía estaríamos matándonos a macanazos, guaratarazos y flechazos; ni hablar de que nunca hubiéramos sabido de El Quijote, ni habríamos tenido a Sor Juana Inés de la Cruz, Rubén Darío y César Vallejo, ¡por nombrar solo a tres!; pobres ignorantes esos que andan pregonando por ahí que España nos sometió. ¡Asnos capados! ¡Nos dio la lengua y nos hizo libres!”
Otro de sus ídolos hispanos era Francisco de Quevedo. De él aún recuerdo como lo alababa: “Quevedo era la verga de Triana, cojo, patuleco y miope, pero eso no impedía que se entrara a trompada con quien fuera, o que sacara su espada para atravesar a quien fuera; y no tenía que ver con sitio ni fecha, en el propio Madrid, un jueves santo, le sacó las tripas a uno.
“Pero así mismo como manejaba la espada, empleaba la pluma y ¿quién niega que es muy cierto eso de: Madre, yo al oro me humillo, / Él es mi amante y mi amado, / Pues de puro enamorado / Anda continuo amarillo. / Que pues doblón o sencillo / Hace todo cuanto quiero, / Poderoso caballero /
«Es don Dinero. Pero también podía escribir aquello de: Érase un hombre a una nariz pegado, / Érase una nariz superlativa, / Érase una alquitara medio viva, / Érase un peje espada mal barbado.
No se paraba ante nada y lo mismo se burlaba de un virolo que de quien fuera. Ese carajo fue tan verraco que hasta a los pedos le escribió, oye esto –y me leía–: “Los nombres del pedo son varios: cuál le llama ´soltó un preso´, haciendo al culo alcaide; otros dicen: ´fuésele una pluma´, como si el culo estuviera pelando perdices; otros dicen: ´tómate ese tostón´, como si el culo fuera garbanzal. Otros dicen algo crítico: ´cuesco´, derivado de la enigma; y otros han dicho: ´Entre peña y peña el alba, río que suena´. De aquí se levantó aquel refrán que dice: ´Entre dos peñas feroces, un fraile daba voces´. Y finalmente, dijo el otro: ´El señor don Argamasilla cuando sale chilla´”. Luego se reía con gozo y escándalo.
Crecí amando esa España de Velázquez y Las Meninas; la de Goya y sus Majas, la desnuda y la vestida, así como de sus grabados; la de Zurbarán, Picasso y Dalí; la tierra de tanto ancestro que es inacabable el espacio para nombrar siquiera una centésima parte de su acervo.
Por eso duele ver a España en el precipicio sobre el que ahora se balancea de manos de impresentables amorales como Pedro Sánchez y la comparsa de Pablos –Iglesias y Echenique, entre otros–, sin dejar de lado a Zapatero y a muchos otros que no vale la pena gastar memoria en mencionarles. Son los “políticos” celestinos, lo correcto sería decir cabrones, de Chávez y Maduro, los que reciben entre gallos y medianoche en el aeropuerto a Delcy Eloina, burlando disposiciones que obligaban a meterla presa. Esa España duele. Esta de ahora no es la que aprendí a amar desde niño.
© Alfredo Cedeño
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