Indica el respeto, la estima que los seres humanos merecen y se afirma de quien posee un nivel de calidad humana irreprochable. Es la cualidad de digno que significa valioso, con honor, merecedor y el término deriva del vocablo en latín dignitas.

Todo ser humano tiene dignidad y valor inherentes, solo por su condición básica de ser humano.

No es una camisa que se pone y quita a diario ni un traje que se cambia sea de día o de noche, según vaya al kiosco de la esquina, a una celebración, gestión en Miraflores o Fuerte Tiuna. La dignidad es un valor humano. Se tiene y no necesita entenderla, o no se tiene y no se entiende. Para algunos suena como elegancia, distinción, buen porte, figura estirada, expresión seria, circunspecta como los militares –aunque algunos no tanto–. Si por eso fuera, llaneros y campesinos no tendrían dignidad; tampoco muchos integrantes de la encumbrada, recién creada sociedad cleptómana y privilegiada.

Sin embargo, ese no es el elemento básico de la dignidad. Puede tenerla un peón de hacienda, obrero de la construcción, asistente doméstica y pocas veces un político. Un médico de un hospital sin agua para asearse ni equipos actualizados. La puede poseer el enfermero más modesto y no el director del dentro de salud. O no tenerla ninguno.

Decoro, decencia, mesura, recato es conciencia, respeto a la norma y su cumplimiento, rechazo a transigir y cobrar lo que no se debe, cancelar lo correcto de pagar, respaldar principios, moral y ética empezando por cumplirlas uno mismo; negarse a traicionarlas por un puñado de dinero u orden infame que viole derechos humanos. Dignidad es ser solidario con los cumplidores de las leyes y negarse a ser cómplice o comprensivo con quienes las transgreden para ganar riqueza o poder.

No se vende en una tienda, debería enseñarse, imponerse, especialmente en la actividad partidista. Un partido político sin dignidad no es una organización sino una manada de esclavos serviles, adulantes, coautores y partícipes de indignidades. La dignidad no está en quien se aferra al poder sino en quien lo entrega por voluntad popular, esté o no de acuerdo, con la cara en alto por tener la certeza del deber cumplido, o con la mirada baja por el peso de los errores y delitos. La dignidad no está en el ascenso a coronel o general, sino en tener los méritos para merecerlo, una promoción militar no se recibe como concesión, se gana como esfuerzo en el cumplimiento del deber.

No es digno el sacerdote complaciente con los pecadores, sino el que reprende, explica, fortalece, conforta. La caridad sacerdotal no está en perdonar los pecados sino en animar a no cometerlos, revelar las rutas de la bondad, amor y respeto a Dios.

La dignidad de un pueblo no está en tener una Constitución sino en respetarla, exigir de quienes lo dirigen la reverencien y cumplan en cada detalle. La dignidad popular no está en aceptar lo que le quieran dar como limosna y sentarse agradecido a esperar la próxima vez, sino en saber qué deben darle y exigirlo; qué debe dar, darse él y cumplirlo.

Es la sobriedad y dignidad lo que descarados nos han robado en Venezuela porque nos la dejamos quitar. No podemos exigirle ni presionar a un gobierno del cual solo esperamos promesas, ofertas engañosas, igual que el amo no tolera que ladre ni le gruña el perro que alimenta, solo acepta subordinación, obediencia y meneadas de cola.

La dignidad se basa en el reconocimiento de ser merecedor de respeto, reconocido por los seres humanos sobre sí mismos, producto de la racionalidad, autonomía de voluntad, libre albedrío y buen equilibrio. La persona desperdicia su dignidad si se deja utilizar, instrumentalizada y menospreciada por los demás; también se pierde al cometer actos indignos por viles, crueles e inhumanos.

Parece que ya estamos en el fondo del pozo y la única manera de salir es con la cuerda de la dignidad. Seamos realistas, no vendrá de afuera, tenemos que lanzar nosotros la que tenemos abandonada a nuestros pies.


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