Para la colonia italiana en Venezuela
Este artículo lo leyeron muchas personas cuando fue publicado, la primera vez en el año 2000, en El Universal. Recibí cartas entrañables, de italianos y descendientes de italianos agradecidos por mis palabras. Les aseguro que hoy siguen saliendo de mi corazón. Por ese artículo nació un vínculo de estrecha amistad con el doctor Gaetano Bafile, director del diario La Voce d´Italia; de los entonces embajadores de Italia en Venezuela, Adriano y Marina Benedetti y del grupo I Camerotani, quienes hicieron una obra de teatro para celebrar el día del santo patrono de Camerota, San Vicente Ferrer, donde la protagonista… ¡era yo! Por ese artículo me hicieron Cavaliere dell´Ordine al Merito della Repubblica Italiana.
Me lo encontré buscando entre los archivos guardados en un disco duro, y me emocionó recordar tantas satisfacciones que me trajo. Y pensé que ya creció toda una generación de descendientes de italianos que no lo leyeron en aquel momento. Comparto con ustedes, una vez más, mis sentimientos hacia un país que amo:
Yo admiro profundamente a Italia y a los italianos.
Hace poco me encontraba en un grupo en el que comparábamos las distintas idiosincrasias de los pueblos. Y todos coincidimos en lo maravillosa y encantadora que resulta la manera de ser del pueblo italiano.
El italiano es un pueblo de sabios y de artistas, de científicos y estadistas, de músicos y literatos excepcionales. Un pueblo que lleva el legado del Renacimiento en sus venas y las tarantelle napolitanas en el corazón. Un pueblo que hizo de la pasta, originaria de la China, un emblema nacional, que inventó las pizzas, que toma Chianti y Barolo y que de postre come tiramisu y cannoli.
Los italianos tienen en su alma el azul del cielo de Roma, el brillo del sol de la Toscana, el verde intenso de la Umbria, el mar de Nápoles, el encanto de Venecia, la magia de Asís y la pasión de las islas. Es un pueblo que siente con intensidad tanto la alegría como la tragedia. Un pueblo para el cual el amor es el motor de la vida. En la cinta La vida es bella, Roberto Begnini nos relata cómo la vida puede seguir siendo bella aun en las peores circunstancias. Y los italianos son así.
Hace aproximadamente un año fui a almorzar con Ángela, una amiga griega. Hablando justamente de La vida es bella, que acababan de estrenar, Ángela me contó que cuando estalló la II Guerra Mundial ella tenía siete años. Su pueblo en Grecia fue ocupado por el ejército italiano. Lo más interesante de la conversación fue la percepción que ella tenía de aquel hecho. Contrario a la tendencia que tenemos de pensar mal del comportamiento de un ejército invasor, Ángela conservaba los mejores recuerdos de los italianos que ocuparon su pueblo natal, cerca de Atenas.
Los soldados italianos nunca tomaron nada por la fuerza. A veces iban a su casa pidiendo pan o aceite de oliva. La madre de Ángela les señalaba a los niños: «Si yo les doy mi pan y mi aceite, ¿qué van a comer i bambini?». Invariablemente, los italianos se marchaban excusándose, y volvían luego, con comida para los niños. La primera película que mi amiga vio en su vida fue una que los soldados italianos trajeron y proyectaron en la plaza para todo el pueblo. Y Angela todavía tararea arias de ópera de Verdi, Puccini y Donizetti y canciones napolitanas que ponían a todo volumen en el tocadiscos de una posada cercana a su casa.
«Los italianos son personas extremadamente civilizadas. Nunca nos trataron como si ellos fueran los vencedores y nosotros los vencidos, sino como seres humanos. Eran conscientes del respeto a la dignidad humana», me dijo Ángela.
A pesar de los horrores del fascismo, las mafias y las fechorías de los Borgia, Italia siempre será Italia. «Personas civilizadas». Quizás esta sea la mejor definición del pueblo italiano. La historia de Italia es un canto a la vida y a la esperanza de un mundo mejor, Italia es la perfecta simbiosis entre trabajo y disfrute. Una vez oí decir, no sé en dónde, que en muchas partes del mundo se vive para trabajar, pero que los italianos trabajan para vivir.
Todavía la canción «Al di la» estremece a quienes se enamoraron con sus notas y la mágica voz de Emilio Pericoli, que salía de un altavoz en un funicular en la película Los amantes deben aprender. Hoy son las voces de Andrea Bocelli y Eros Ramazotti las que sirven de marco para los amores profundos.
Todos, en algún momento, hemos sido movidos o conmovidos por alguien o algo venido de Italia, y en ese momento, también hemos sido italianos.
A mí el «Va pensiero» me emociona hasta las lágrimas.
Y cuando oigo en la voz de Carusso, o la de Pavarotti la más famosa de todas las canciones napolitanas, ¡siento que ese sol también es mío!