La historia de la humanidad es de una lucha por el poder. Desde la misma aparición del hombre sobre la tierra, el conflicto por la tierra, por el dinero, por el agua y los alimentos, por la economía, en la tecnología y el control político en actos del gobierno son ejercicios de poder. Y para el poder. En el hombre hay una disputa fiel por atesorar capacidad, por llenarse de facultades adicionales a las originales, por cubrirse de habilidades especiales, por alargar sus propias capacidades. Allí hay una autorización individual o colectiva para ejecutar unas acciones que diferencian del resto de la sociedad y del grupo. Como en los militares. Las armas, el entrenamiento y la organización hacen de estos el poder. Siempre trabajan por y para el poder.
Los hombres de uniforme siempre han tenido un papel protagónico en Venezuela desde su aparición como nación en los eventos precursores de la independencia en 1810 y mucho más a partir de 1830 luego del desprendimiento de la Gran Colombia. En el caso venezolano la historia de la formación de las repúblicas desde el momento de la materialización de la independencia ha estado asociada a los militares haciendo frente y ejerciendo el poder. Solo en el lapso de 1958 a 1998 estos dieron un paso atrás cuando la república civil frenteó los destinos políticos de los venezolanos con 6 presidentes civiles – dos fueron reelectos – resultado de 8 elecciones presidenciales. Durante 40 años la nave de la democracia surcó las tempestuosas aguas de la paz cívica, asediada por todo intento sedicioso desde los cuarteles y con los cuarteles. El Porteñazo, el Carupanazo, el Barcelonazo, la subversión castrocomunista, el permanente ruido de sables, el 4F y el 27N hicieron de esas cuatro décadas constitucionales todo un mar encrespado y con mucha mano firme en el timón, para el ejercicio del comandante en jefe. Siempre se llegaba al puerto seguro de la renovación y la alternabilidad por la vía electoral y pacífica. Con los sobresaltos de la guerra y la violencia emboscados en el golpe de Estado, pero con la mano firme del poder civil privando en la figura constitucional del comandante en jefe y sus decisiones. En algún momento la corrupción uniformada penetró lo más profundo de la institucionalidad militar y el dinero empezó a erosionar los valores y los principios que hacían de base su funcionamiento. Las conspiraciones ya no eran a la usanza antigua donde la fuerza bruta de las armas salía a tomar y a imponer el poder con las bocas de fuego tomando por asalto los cuarteles y los palacios de gobierno. La conjura ahora era una combinación de armas en mano con facultades especiales y habilidades resaltantes que diferenciaban y hacían de esas maquinaciones notables, medios increíbles para tomar e imponer el poder o ejercerlo detrás de las bambalinas con toda la sutileza de una maquinación cinematográfica surgida de la imaginación de un Tom Clancy o un Graham Greene. Todo un thriller. Ya no se trataba del iletrado coronel Tarazona quien desde la oscuridad de la reserva y la discreción le cubría las espaldas del general Gómez. Esto era todo un engranaje de luces de inteligencia al servicio de las intrigas para inducir decisiones y presionar disposiciones en el palacio. Con el libro de Maquiavelo por delante, abierto en cualquier página que registre datos para la intriga, la maquinación y la confabulación. Todo se trataba del poder.
—¿Qué cambió la línea de la ratificación del Alto Mando Militar que usted recibió el 2 de febrero de 1989?
—Es historia que después de mi juramentación como presidente, ese mismo mes se desarrollaron los lamentables eventos del 27. La intensidad de estos obligó a que las fuerzas armadas nacionales implementaran sus planes para el control del orden público y restablecieran la tranquilidad ciudadana en Caracas, necesaria para mantener el orden interno y el funcionamiento del gobierno. Ese evento expuso positivamente ante la sociedad que exigía la paz y el retorno a la normalidad cívica el protagonismo del ministro de la Defensa y del resto de los jefes militares integrantes del Alto Mando Militar. Especialmente en la capital, donde los picos de la violencia pasaron en algún momento por encima de las fases establecidas en los planes militares. Los medios de ese entonces cubrieron con una inusual extensión la figura del general Alliegro. Tanta fue la cobertura mediática que eso disparò algunas alarmas innecesarias en el entorno presidencial. Al general lo hicieron presidenciable. Y a partir de allí se puso en la primera línea de blancos de cualquier intriga palaciega y de todas las maniobras destinadas a evitar una decisión que lo ratificara en su cargo. De nada valió su trayectoria impecable como comandante general del Ejército durante la crisis de la corbeta Caldas ni su atinado ejercicio al frente del ministerio para garantizar el orden público en el centro del poder político durante los sucesos de febrero. El objetivo era impedir su ratificación al frente del ministerio de la defensa con un poderoso argumento legal. El tiempo de servicio cumplido. Pero además con otro más maquiavélico y artero. La investigación pendiente por el caso de la movilización injustificada de los tanques desde Fuerte Tiuna la tarde del 26 de octubre de 1988. Sembrar la duda de las responsabilidades con las conclusiones extraoficiales de la investigación que se le presentò en algún momento al presidente Lusinchi bastaba para erosionar la decisión que podía ratificarlo en el cargo. Era una buena manera de bajarle el tono y la intensidad al tema militar y en particular al ejército, en un gobierno que se iniciaba. Caras nuevas y liderazgos más asociados con el tema de la confianza personal con el comandante en jefe. Así lo recomendaban desde el partido, desde el círculo político más íntimo y desde algunas voces militares muy cercanas. Yo había venido siguiendo el tema de algunos extraños movimientos dentro de los cuarteles, dentro del ejército específicamente, durante el momento de la campaña electoral. La formación de grupos de generales y almirantes orientados a la ocupación de los altos cargos y a posicionarse en las decisiones de las compras militares, especialmente las originadas por la movilización producida por la incursión de la corbeta colombiana en el golfo de Venezuela habían provocado unos ruidos conspirativos que no terminaban de apagarse. En particular en el ejército. Y yo estaba dispuesto a reducirlos a su mínima expresión. Entre febrero de ese año hasta el mes de junio, los reportes sobre la situación en las fuerzas armadas pendulaban entre la ratificación del Alto Mando Militar y su renovación. Especialmente con los oficiales del ejército. Mi decisión con el ministro ya tenía una orientación definida. Su sustitución era un hecho. Pero, me quedaba pendiente la relacionada con el cargo en la Comandancia General del Ejército. Si sustituía el general Alliegro por razones de confianza derivadas por las conclusiones recibidas posteriormente de la extraña movilización de los tanques, estas también eran válidas y con mayor contundencia para relevar al general Troconis. Mientras reflexionaba en El Junquito y La Ahumada en esos tiempos de cárcel, después que la conspiración y el golpe de Estado del 4F, tomó los caminos judiciales, los entuertos políticos y los pecados económicos que se sellaron con mi salida del gobierno, empecé a desandar mi ruta política desde esos tiempos de cárcel entre El Obispo y la Cárcel Modelo, en plena dictadura perezjimenista hasta que anuncié mi candidatura presidencial para el segundo periodo. Todo encajaba en esa introspección, hasta que sorpresivamente vi, en la neblina de los recuerdos, al ministro de la Defensa, el general Ochoa en pleno 4 de febrero de 1992, esperándome a la llegada del avión presidencial en el aeropuerto de Maiquetía. Ese tránsito de la memoria, a título conclusivo del inventario de errores que desembocaron en el golpe, me ilustrò sobremanera en el más grave traspié político y militar, como comandante en jefe de las fuerzas armadas nacionales, tres años atrás del golpe de Estado. Y ese yerro fue no haber ratificado en sus cargos a los generales Alliegro y Troconis al frente del Ministerio de la Defensa y el comando general del Ejército. A partir de allí se abrió un grave espacio para el complot. Esa llamada telefónica en la que nunca se determinó el origen ni su naturaleza dejò el camino abierto para generar muchas dudas a la hora de subir las responsabilidades en la cadena de mando. Y allí fue donde los grupos de generales y almirantes interesados se montaron a través de todas las vías en una conjura para impedir las ratificaciones en los cargos. Fue mi decisión y fue mi error.
—Usted está asumiendo que fue un error no haber ratificado en sus cargos en 1989 al general Alliegro en el Ministerio de la Defensa y al general Troconis Peraza al frente del Ejército. Ambos oficiales venían victoriosos de combatir al enemigo interno representado por la subversión castrocomunista que alentó los eventos del 27, el 28 y el 29 de febrero de 1989 en la ciudad de Caracas y al enemigo externo en la incursión de la corbeta colombiana ARC Caldas en el golfo de Venezuela. En términos de una ilustración de la constitucionalidad de las fuerzas armadas nacionales de ese momento y de una representación de la institucionalidad de los cuarteles en el respeto a la figura del comandante en jefe y al gobierno que personificaban, el general Alliegro y el general Troconis eran una garantía fiel de la confianza y la lealtad para un gobierno que se iniciaba con un ruido de sables, eso que usted llama extraños movimientos que partían en prioridad desde el ejército pero que se atribuían directamente a un grupo de altos oficiales de las cuatro fuerzas conocidos como los notables. Me gustaría insistir sobre eso para profundizar con precisión sobre el tema de la decisión de no ratificar a ambos generales en sus cargos y el error que eso originó en el tiempo.»
Continuará…