Es la quinta columna consecutiva que dedico –¿existe otra forma de describirla?– a la tragedia venezolana. Lo hago porque no dispongo de otra opción moral y porque de Primo Levi, Hannah Arendt, Albert Camus, J. M Coetzee y Doris Lessing se aprende a insistir sobre aquello que, por monstruoso, no puede olvidarse. Todo autoritarismo, y por tanto cualquier colaboración –por conveniente que pareciera a los socios del Tercer Reich, a la Francia de Vichy, al Partido Comunista de la Primavera de Praga o a la Sudáfrica del Apartheid– debe ser señalada. Tras un mes de las las elecciones fraudulentas de Nicolás Maduro, que la Corte Suprema bajo su poder dio por válidas, con dos mil personas apresadas y torturadas en tres semanas y veinticinco años después del autoritarismo bolivariano que produjo una diáspora de nueve millones de personas, el de los venezolanos sigue siendo un dolor abstracto, incomprensible incluso cuando intenta uno explicarlo como orfandad o desposeimiento. Siendo todo eso junto, el duelo venezolano fatiga e incomoda, como incomodó a muchos que Fidel Castro fuese un sátrapa y el Che Guevara un asesino.
La democracia de mi país ha sido pasto de embestidas, populismos, obcecaciones bolivarianas, fascismos militaristas, mitomanías ideológicas, parasitismo etnográfico, estupro moral, vejación legal, exotismo vernáculo y safari ideológico. A esa terrible combinación se sumó un Estado con recursos ilimitados para dilapidar y una capacidad de autodestrucción legal, moral e histórica sin precedentes. Una estructura paramilitar y parapolicial, dotada de una red de incentivos económicos e ideológicos, sirvieron para dar caza, desactivar y quebrar cualquier intento opositor, que, para más inri y al más puro estilo soviético, acabó martirizado y ridiculizado ya no sólo por el régimen, sino también por quienes alguna vez creyeron en ellos. Esta es la vieja rueda del siglo XX. Es ‘La broma’ de Kundera. Un tren que a la misma hora vuelve a chocar, una y otra vez. Cuando Hugo Chávez emergió con su histrionismo de cacique y sus extravagancias revolucionarias, las voces críticas que señalaron en él odio, autoritarismo y retroceso sufrieron lo que Casandra en el mito: fueron condenadas, no sólo a no ser creídas, sino apartadas. El que criticaba el socialismo bolivariano era percibido como un reaccionario.
Ahora, cuando la revolución ha producido a sus propios mandarines, es demasiado tarde ya para enmendar el camino. A estas alturas, que una tolda política o un aspirante Nobel de la Paz quieran sacar provecho resulta igual de estéril. El daño está hecho. Cuando aflora un caso de corrupción en un partido, al sospechoso de infracción legal, moral o política se le precinta, se le amortaja con el eufemismo ‘esa persona de la que usted me habla’. Es una forma de dar por zanjado y olvidado un asunto en curso que no conviene ni interesa recordar. Pero justo por ser mío, y porque es el de un pueblo entero, voy a seguir escribiendo sobre el dolor venezolano, aunque lo escondan bajo las alfombras de La Moncloa o lo usen como trapo de cocina en la casa de Zapatero.
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