Adoro las flores y siempre mantengo en casa varios floreros en pie. Las rosas son mis flores preferidas, lo eran también para Belén. Si en un vano intento quisiéramos encontrar el camino más corto y de mayor facilidad y seguridad para tratar de conocer de qué está compuesta la perfección bastaría ver con detenimiento y atención a una rosa, cualquiera que sea su tamaño o su color. Mientras las veo en el jardín las oigo crecer también dentro de mi propio universo, dentro de los sentimientos que navegan en mí.
De allí que se confunda o se vincule a la rosa con el corazón, con la persona que amamos. Algunos van más allá y aseguran que la rosa es el jardín de Eros o del Dante porque en el canto XXX del Paraíso de la Divina Comedia nombra a Beatriz cuando menciona el amarillo de la rosa eterna que exhala olor al sol. Es cáliz de vida, de alma y de amor.
Vicente Huidobro expresó acertadamente su belleza: «¿Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas? ¡Hacedla florecer en el poema!» Es más, su hija Manuela y Eduardo Anguita escribieron su epitafio: «Aquí yace el poeta Vicente Huidobro / Abrid la tumba / Al fondo de esta tumba se ve el mar».
¡Son muchos los que aceptan que la rosa es para el Occidente del mundo lo que la flor de loto es para los que viven en el otro lado del planeta! Y los ojos del mundo se extasían cuando se abren los pétalos de una bella definición del amor porque es como si sintieran vivir a la propia rosa.
Rosa es una rosa, es una rosa, es una rosa, cantó y reiteró Gertrude Stein en el París que vio a Hemingway y a Picasso y a muchos pintores y escritores norteamericanos de la Lost Generation cuando comenzaban a vivir.
La rosa no es siquiera la Rosa Mística. ¡Es simplemente el amor! Más plena y hermosa que la rosa blanca o la rosa dorada que para los simbolistas significan, respectivamente, la inocencia y la perfección absoluta. La rosa azul, lo saben los poetas, es símbolo de lo imposible. ¡Es un enigma que perfuma la inexistencia! Son muchos los exploradores del espíritu que han aventurado sus vidas tratando de encontrarla en algún oculto y misterioso recodo de la imaginación, un nuevo Dorado, la inalcanzable altura de la belleza. En la portada de En el tiempo de mi propia vida, el libro que para Amazon armó mi hija Valentina en Los Ángeles, Juan Delcán, su esposo adorable, dibujó mi mano derecha sosteniendo una rosa azul y dentro de ella, para quien atine a verlo, el mapa de Venezuela sin la excrecencia de la Guayana Esequiba.
Además, la rosa ofrece en sus pétalos variadas e innumerables lecturas. La más difundida es la rosa de siete pétalos que no serían otra cosa que los siete días de la semana, los siete planetas o la estrella de siete puntas. Son siete las pasiones del alma también llamadas eclesiásticamente «pecados capitales» y siete los grados de perfección. Siete son los sonidos de la música: Do, Re, Mi… y en las narraciones de lo imposible siempre hay un monstruo de siete cabezas.
Se advierte que el número siete es preferido de los humanos y sirve para multiplicar en secreto las emociones. Una de ellas es el amor y la destreza para reunir y organizar las flores en el adorno de la casa.
Además de los eternos rosales sembrados hace años por mi mujer Belén, tengo helechos en el jardín que me ayudan a vivir, a entender lo que sucede a mi alrededor y a detestar y rechazar al ominoso militarismo chavista, porque es suficiente el básico y elemental contraste entre la sucia y oscura fealdad del autoritarismo militar y la imponderable belleza vegetal de mis helechos para calificar negativamente al catastrófico socialismo del siglo XXI.
¡Y comparto mi vida entre las rosas y los helechos que me protegen y enaltecen, y descubro que los venezolanos son como la flor de loto que desde lejos persiste en mantener una rebelde armonía con el lodazal de nuestra desdichada circunstancia política porque inevitablemente la sienten nacer de los pantanos!