Escuchar es verbo factible, hermoso, urgente, impostergable. Como la corriente de un río claro, es verbo magnífico que nos conecta hasta con la posibilidad de emocionarnos con la canción de la alegría y reconocerla rápidamente aquí, allá, en el otro lado del planeta, en el fin del mundo, en el ombligo de la tierra o en todo el universomundo y en cualquier idioma.
Por mejor Internet que exista, por más sofisticados que sean los celulares, por más avanzadas que estén la técnica robótica y la inteligencia artificial, si no escuchamos, si no nos escuchamos, terminaremos por dejar que se impongan las guerras, las invasiones y sus ruidos terribles, las destempladas incomposturas de los bocazas y las sirenas de incompetentes, los vozarrones de los desmesurados, la alharaca de los egos inflados, sus lentejuelas y otras necesidades, el coro de vidrios quebrados y voces agudas de las componendas o el siseo venenoso de los silenciosos tramposos y maldicientes que actúan en las sombras y no mojan, pero empapan… Equilibrio y caos nos acompañan como partes de nuestra naturaleza humana y cada quien escoge.
Escuchar es distinto a oír. Escuchar es observar con detenimiento y gustar de la contemplación. Es disfrutar de la lectura de un buen libro en la madrugada y deleitarse con todas las voces que hay allí, como ya lo ha descubierto mi bien amado nieto de mi corazón.
Por cierto que, el otro día, mi nieto trajo un nuevo chiste a la casa y me dijo que le encantaría poder contárselo al presidente y a su cogoyo cercano. ¡¿Quieres que te lo cuente?! ¡Por supuesto que sí!
Había una vez una cuchara que había salido corriendo de la cocina y detrás, le perseguía y le gritaba un tenedor:
– ¡¡Cuchara, cuchara!!
Y la cuchara seguía corriendo sin ni siquiera voltear.
– ¡¡Cuchara, cuchara!!
Y nada, la cuchara ni miraba, seguía corriendo.
Entonces el tenedor se cansó, se detuvo exhausto y pensó:
– Parece que no escuchara…
Ojalá que este chiste, sagaz, cándido y efectivo -¡como mi nieto- pudiera llegar al presidente y los suyos y lo pudiera escuchar hasta su mamá que dicen dizque no le echaba cuentos cuando estaba chiquito y que por eso él quedó así. Nunca aprendió a escuchar. Chico, siempre le echan la culpa a la madre. Eso de no escuchar parece que es muy propio de algunos políticos, sobre todo cuando han llegado al poder. Así dicen en nuestra región.
Alguna vez tuve un primo que era más flojo que la caca del pato y que le gustaba hacerse el sordo. Vivía con nosotros, le fascinaba la juerga y los reales y quedarse durmiendo todo el día en la parte de arriba de la litera. Cuando nos tocaba limpiar el cuarto, él no movía ni una pala ¡Levántate, Fulano, levántate, chico! Y nada. La única manera de hacerle reaccionar era con temas de dinero ¡Mira estos billetes que me encontré aquí!, decía mi hermano y el primo saltaba de un solo envión desde la parte de arriba de la litera para decir que eran suyos.
Hubo un músico excelso quien fue perdiendo la audición a medida que llegaba al final de la última de sus sinfonías. Quedó completamente sordo cuando se estrenó aquella novena maravilla. Dicen que aquel proceso fue todo un suplicio. Otros cuentan que el muy serio compositor sonreía grande y calladamente cada vez que repasaba la partitura de esa estupenda composición que concluye con un texto del poeta Friedrich von Schiller, la inolvidable «Oda a la Alegría». Beethoven sabía lo que hacía y, como era una persona noble dedicada a la música, aprendió a percibir el mundo por sus vibraciones.
Hay quienes ni perciben vibraciones, ni tampoco escuchan, pero porque se hacen los sordos. Como aquel ministro en el que se convirtió el primo de la infancia que no escuchaba nada cuando le iban a cobrar, pero cuando le iban a pagar, cuando le ofrecían ganar un dinero extra o alguna coima estupenda, preguntaba, expedito: ¿Cuánto hay pa’ eso? ¡A buena vaina con ese primo y con todos los de su calaña! ¡Cómo jode un corrupto! ¡¡Y si es más de uno, mayor es la jodienda, pues!!… Antes le ponían baygon a las plagas ¿Todavía lo hacen?… Víctor Hugo, poeta, novelista, dramaturgo, humanista francés, escribió alguna vez: “Qué importa la sordera del oído cuando la mente oye. La verdadera sordera, la incurable sordera es la de la mente”
Viene a mi memoria Don Francisco de Goya quien era sordo y pintó maravillas. Ese sí que también sabía lo que hacía y era una persona noble dedicada a la pintura quien aprendió a percibir el mundo por sus vibraciones.
¿Entonces? ¿Vibramos o no vibramos? ¿Escuchamos o no escuchamos? Ahí está el dilema. No. No hay dilema alguno, perdóname, hay que escuchar.
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