«No parece un libro escrito por una mujer» fue un comentario recurrente cuando salió mi primera novela, en 2007. La intención era que se tomara como un cumplido, y debo confesar, con toda la incomodidad que me produce hoy admitirlo, que en ese momento también lo tomé como tal. Quedaba implícito, obviamente, que no es que pareciera escrito por un gato o un alienígena, sino por un hombre, lo que me otorgaba una certificación, un pasaporte oficial, para acceder al mundo de los escritores. Hoy, sin duda, sería problemático para los críticos literarios hacer afirmaciones semejantes (aunque aún existe un brote misógino en los críticos italianos, especialmente en aquellos que se legitiman a sí mismos como tales), pero perdura una cuestión de fondo que concierne al estatus de la literatura escrita por mujeres, incluso en un momento en que por fin se reafirma –en cuanto a ventas y visibilidad– en el debate literario.
Por ejemplo, desde mi debut me han preguntado un número vergonzoso de veces: «¿Crees que existe una escritura femenina?». O, según la redacción más reciente, una ‘escritura en femenino’, como si se tratara de un estilo especial de cocinar, una forma de emplatar, no sé, un huevo pasado por agua o una paella valenciana. Más allá de lo que pudiera responder, la insinuación en esa pregunta es que existía cierto tipo de escritura femenina, es decir, que la escritura femenina se correspondía con determinados rasgos estilísticos, por lo que era una pregunta que escondía en sí misma un prejuicio, aunque se hiciera de buena fe. Llegados a ese punto, cualquier respuesta que diera perdía su sentido, porque lo que me pedían, en el fondo, era que admitiera la existencia de una literatura estereotipada, que no aspiraba a la universalidad, escrita por mujeres, probablemente para mujeres.
Si hay una mala costumbre al hablar de libros, es que casi siempre se habla de ellos en cuanto a temas, y tengo la impresión de que empeora cuando se trata de libros escritos por mujeres. No en vano, otra pregunta que me han hecho a menudo es mi relación entre la escritura y el cuerpo. Las mujeres escriben con el cuerpo y escriben sobre el cuerpo, y lo que debería tener el sabor de una reivindicación feminista termina teniendo el regusto de un cliché. El cuerpo es el ‘gran tema’ de la presunta ‘escritura femenina’, es lo que nos espera, aquello de lo que no se puede escapar. Al interrogar a mis compañeros escritores, no hay ninguno que se haya angustiado por la misma pregunta, en entrevistas, en presentaciones o en cualquier intervención pública; evidentemente, todos los hombres sufren de un trastorno de desrealización en el momento en que comienzan a escribir. Los envidio, también se ahorran el túnel carpiano.
Pero el imaginario ‘en femenino’ no se limita a la literatura. Hace unos años se publicó un libro que reunía el trabajo de cinco importantes fotógrafas italianas contemporáneas y la periodista que editó el libro partió de su dilema personal: «Las fotógrafas siempre se retratan a sí mismas, casi siempre. Los fotógrafos mucho menos. Es curioso. ¿Acaso los fotógrafos no necesitan buscar su alma? ¿Por qué rara vez giran la cámara hacia sí mismos? ¿Por qué en la fotografía el trabajo sobre la identidad –quién soy yo– es sobre todo un trabajo femenino?». Sin embargo, más allá de la resbaladiza equivalencia entre alma e identidad, estaría tentada de invertir completamente los términos: ¿por qué la autorrepresentación fotográfica es tan abiertamente femenina? Una hipótesis plausible es que es exactamente lo que se espera de una mujer. Por lo tanto, creo que el punto de partida es erróneo desde el principio, tanto más cuanto que nunca entra en cuestiones técnicas o lingüísticas. Da igual el objetivo que utilice una fotógrafa, siempre y cuando se apunte a sí misma.
En mi experiencia personal, ni siquiera puedo decir que haya una proporción de una a diez, o de una a cien, entre las veces que me han pedido que dé cuenta de mi relación entre la escritura y el cuerpo y las que me han pedido que hable de mi relación entre la escritura y la técnica, es decir, el estilo. De entrada, nadie me lo ha preguntado nunca, así que, si realmente quería hablar de ello, tenía que sortear las preguntas y encontrar una forma creativa de cambiar de tema. Paradójicamente, con todo este interés por las mujeres y tanto hablar de los cuerpos, una de las críticas que he recibido con más frecuencia sobre mis libros es que son «vulgares». En este caso, esta vulgaridad se refleja en la ausencia de eufemismos (o términos clínicos) para describir los órganos genitales o las relaciones sexuales. Está bien hablar sobre el cuerpo, siempre y cuando no hables realmente de él. Pero hay más: en la ‘escritura femenina’, en Italia, el sexo siempre necesita un marco preciso, o un contexto de violencia explícita (en el que la ‘female gaze’ [mirada femenina] identifica al hombre como prototipo de abusador) o un contexto sentimental y romántico. A las mujeres, por así decirlo, se les permite traicionar solo con la condición de que estén sinceramente enamoradas de sus amantes. Si tienen relaciones sexuales por el placer de tenerlas, algo anda mal. Y esto vale, más o menos, para cualquier otra actividad de sus vidas.
Se mueven por el mundo como si tuvieran que responder constantemente a un analista pedante o a un ex destrozado: «¿Por qué lo haces?». Si son adolescentes, todavía pueden resolverlo encogiéndose de hombros, pero si quieren adentrarse en la vida adulta y merecer algo de respeto, deben asegurarse una firmeza granítica en todas sus elecciones. Deben estar respaldadas por pasiones y metas sólidas, hacer malabarismos entre la imprudencia y la resiliencia, encarnar modelos de ejemplaridad bien reconocibles. Pero, sobre todo, ahora que por fin se ha concedido a las mujeres el derecho a desear, deben saber siempre lo que desean. Las historias de redención ‘en femenino’ han terminado por representar la narración dominante, arriesgándose a cancelar la posibilidad no solo de historias de perdición, sino también, más trivialmente, de cualquier forma de bohemia personal alegre e inconclusa.
Visto a distancia, haber aceptado hace más de 15 años una investidura que hoy me avergüenza se está convirtiendo en el miedo a tener que adoptar otro tipo de pasaporte, a poner el sello ‘en femenino’ para entrar en un mundo literario que, a mi parecer, fue decidido más que nada por el mercado, cuando entendió que necesitaba a las escritoras.
No quiero escribir como un hombre, pero tampoco quiero escribir como una categoría de Amazon.
Artículo publicado por el diario ABC de España