Hoy es jueves muy temprano. Lo digo porque el domingo pasado escribí sobre la situación política nacional y unas horas después fui sorprendido por la muy relevante noticia de que al sedicente presidente del país lo buscaban fiscales estadounidenses por narcotraficante y, sobre todo, cosa nunca vista, se ofrecían 15 millones de dólares por ayudar a su captura. Medida similar que se aplica a otros muy altos jerarcas del régimen, unos con recompensa dolarizada, otros no. (Subrayo esto último porque esa diferencia, según algunos, es un guiño de ojo para una eventual transacción; algo curioso, claro, te acuso de narco, te pondré las esposas pero no ofrezco recompensa por tu cabeza, pactemos. Pero todo es inhabitual, por decirlo sutilmente. Más en tiempo de coronavirus y con Estados Unidos ardiendo con neumonía).
Los venezolanos, al menos los opositores, nos hemos hecho profundamente escépticos (“que no cree…”, dice la Real Academia). “Sé que nada sé”, para abreviar y simplificar. Yo aseguro que esto lo determinó decisoriamente el derrocamiento y la resurrección de Chávez en aquel abril sin olvido. Un trauma insuperable. Luego vinieron veinte años en que no pocas veces, muchas veces, esperamos la caída del nefasto régimen. Que no podía dejar de sucumbir por maléfico e inepto, por los males descomunales e inéditos que perpetraba sobre el cuerpo y el alma del país. Y se ha hecho casi de todo, dentro e internacionalmente, para mandarlo a la porra, a la quinta paila del infierno. Y, sobre todo, con el madurismo porque es tal la cuantía de sus pecados de lesa patria y nuestro poder mayoritario y los cincuenta y pico de países apoyándonos, y Trump con las bridas, que varias veces tuvimos claras esperanzas, y hasta certezas, manejando alguna de las famosas cartas a disposición, que no podía sino desaparecer. Y, ¡ay, no desaparecía! Y tantas veces se repitió la decepción que pensamos que nunca caería o, en todo caso, ya no prestamos oídos al asunto. Veinte años de despechos es bastante despecho. Demasiados abriles que reactivaban aquel originario en que perdimos la virginidad política, la fe en la coherencia del mundo, en el tiempo de Dios.
A esto puede sumarle el hecho que de por sí el país es tan monstruosamente absurdo que uno, explícita o implícitamente, termina por concluir que esto no lo entiende ni Aristóteles que hubiese nacido solo para ello, “la razón de la sinrazón que a mi razón se hace”, quijotescamente hablando. Uno de los países más ricos de la región que, en un abrir y cerrar de ojos, se convierte en uno de los más míseros no se digiere así no más. O que un país lleno de inmigrantes ve partir, huir, de golpe y porrazo, a 5 millones de los suyos adonde sea. O que haya dos presidentes y tres asambleas. O que el espíritu de Chávez nos siga mirando y atormentando por TV. O que veamos ahí, ante nuestros asombrados ojos, cómo todo el país se derrumba, hasta el agua, y la hegemonía comunicacional nos diga a cualquier hora que somos un país cada vez más próspero y feliz. Etc. Todo ello nos hace terriblemente desconfiados hasta de lo que vemos y tocamos, lo cual se puede concatenar con el nacimiento de las redes y su capacidad de mentir a gran escala y la era de la posverdad y la caída de las ideologías, es decir, de las ideas, del pensar.
Traigo a colación a este venezolano incrédulo, que ni siquiera cree en lo que ve, al revés del santo aquel que veía para creer, porque de nuevo estamos en un trance que pudiese subirnos las expectativas entumecidas. Una propuesta de transición hecha con todos sus detalles por las más altas instancias diplomáticas de Norteamérica -el país de Superman, de los temidos marines, de Scarlett Johansson y sobre todo del dólar- que a alguna racionalidad debe responder y en una Venezuela derruida y al borde del apocalipsis con el tal virus. Proposición además coincidente con Guaidó y la mayoría opositora. Seguramente con fuertes apoyos internacionales.
Se lo comento a la conserje del edificio que trae algo a casa, estupenda persona. Me oye y se me queda mirando. Ojalá, me comenta secamente, ojalá. Pero su mirada me dice algo así como “carajo, otra vez”. Y sigue su periplo con una amable despedida y una sonrisa inconfundiblemente escéptica.
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