Mucho más eficaz que la negación del holocausto es la indiferencia ante el asesinato de millones de personas de forma sistemática y planificada, a las que previamente se las había deshumanizado para poder aniquilarlas sin cargos de conciencia. Alemanes corrientes que se convirtieron en los verdugos voluntarios de una aberración de la historia que exportaron por todo el continente europeo sin encontrar resistencia moral. Pero mucho más eficaz que la indiferencia frente a la más oscura sombra de la historia humana, si cabe, es tratar de enfrentarse a un pasado que nunca se fue expiando la culpa sobre aquel que en su día fue la víctima, acusándola de cometer esos mismos crímenes de lesa humanidad por los que antaño se quejaba. El odio antisemita de los nazis animó a las primeras persecuciones. Y el odio contra Israel es más fuerte que la piedad que pueda despertar el grito silenciado de una mujer con los pantalones ensangrentados mientras, esposada y lesionada, la suben a una pick up unos fornidos guerrilleros que desatan las más oscuras fantasías entre las rubias vestidas de Louis Vuitton y la corte de amebas intelectuales arropadas con el trapo cool de una banda terrorista que no dudaría en volverlas del revés como a Shani Louk, por muchos eslóganes y pancartas en las que disfrazan, entre consignas aparentemente inocuas, mensajes que incitan a la violencia. “Asesinos, nosotros pedaleamos, no bombardeamos”, gritaban hace una semana un grupi de deportistas domingueros en pedaleo ecosostenible por La Castellana, la principal arteria de Madrid, a las decenas de solitarios defensores de una causa humanitaria tan vulgar como es exigir que la presión internacional recaiga sobre Hamás, la organización terrorista por la que siente devoción la izquierda internacional, para que devuelva los rehenes que de forma salvaje y macabra mantiene después de haber torturado, mutilado, violado y asesinado a más de 1.200 personas en apenas 6 horas.
El odio antisemita de los nazis que terminó en los Campos, las fosas comunes y los hornos crematorios -aunque algunos lo nieguen, minimicen o justifiquen-, es el mismo odio contra una nación traumatizada y marcada desde el 7 de octubre que no ha vuelto a escuchar la voz de Dios pero que no soporta su ausencia. Israel es el único país en el mundo cuestionado en su legitimidad y condenado a subir la montaña, como Moisés, y pedir perdón. Perdón por existir, perdón por defenderse, perdón por querer a su gente, perdón por elegir la Vida. Una mochila que carga con pesar y que recuerda que allí donde va, su experiencia le fortalece y le ha convertido en lo que es y en quien es. Y por eso el trauma del 7 de octubre es aún más intenso, si cabe, que el propio holocausto. Porque el patrón del genocidio del que se sentían ya inmunes se activó en un Estado que se creía protegido y a salvo. Lo activó una organización criminal que en su Carta Fundacional deja claro que su objetivo específico es el exterminio de los judíos y la destrucción de Israel en el nombre de un dios inmisericorde y vengativo, pero también un mundo global desubicado éticamente, particularmente en Occidente, que cuestiona la democracia asumiendo como bandera de progreso el triángulo rojo de la bandera palestina, en una identificación macabra de desprecio por la libertad. La manipulación de la historia en la percepción global sobre Israel es una distorsión cognitiva que seduce pero que no es inofensiva.
Si organizar el transporte de judíos durante el holocausto tuvo un papel tan importante como pensar con meticulosa frialdad cómo llevar a cabo con éxito un exterminio de seres combinando en ese cóctel mental la ambición personal y la ideología asesina, sin la implicación de los hombres ordinarios las ínfulas asesinas de un grupo de iluminados mesiánicos hubieran quedado en un mero espejismo de expectativas no cumplidas. Pero los verdugos voluntarios convierten a una colectividad entera en parte de un enemigo en el que ya no se puede confiar. En el mundo palestino hay una fijación obsesiva por destruir y rechazar toda sugerencia de cambio de rumbo. El júbilo con el que celebran cada asesinato de judíos, el heroísmo con el que se presentan como los adalides de una resistencia que no es sino la perversa teatralidad de una identidad inventada que necesita del victimismo para sobrevivir. Son muchas décadas de inversión en desdibujar todo rasgo de humanidad y empatía en el otro: en el judío, el israelí, ese al que consideran un ocupante de su tierra histórica y ancestral.
Es posible que en un mundo donde la disidencia no parece ser la mejor opción para mantenerse vivo, el “preferiría no tener que hacerlo” evita la responsabilidad de tener que dar cuenta por tus actos. Como Bartleby, el escribiente, el empleado eficiente que Herman Melville describe finamente en su relato y que alerta sobre esa gente normal que se convierte en monstruos. Como Abdallah Aljamal, el fotoperiodista de Palestine Chronicle y corresponsal de Al-Jazeera, cuyo reportaje sobre la Gaza devastada por la guerra rompía el alma: “Los hogares desaparecieron, y con ellos, los recuerdos, las esperanzas y las aspiraciones de los palestinos y su capacidad para realizar otros derechos”. Lástima que Aljamal no se preguntara por la responsabilidad de los gazatíes en el 7 de octubre, ni sintiera un mínimo de empatía por los hogares, los recuerdos, las esperanzas y las aspiraciones de los israelíes sádicamente asesinados. Como Rudolf Hoss, el eficiente Obersturmbannführer (teniente coronel) de las SS, comandante del campo de exterminio de Auschwitz, amoroso esposo y amable padre de familia, capaz de construir un idílico hogar en medio del infierno, Abdallah Aljamal escribía lacrimógenas crónicas para los incautos occidentales mientras mantenía como rehén, en su propia casa, a Noa Argamani, cuya imagen y cuya historia dio la vuelta al mundo tras ser secuestrada en los alrededores de Reim aquel fatídico 7 de octubre. Cualquiera que tenga un mínimo de decencia moral tiene el nombre de cada uno de los rehenes del 7 de octubre tatuado en la memoria y en lo más profundo del corazón. Porque esto no va de judíos, ni de libertad para criticar la forma en la que Israel está conduciendo la guerra en Gaza, a Israel sino de la quiebra, otra vez, de la civilización.
El rescate de los cuatro diamantes
El mundo de la Inteligencia es ambiguo, y muchas veces es necesario navegar entre distintas aguas. Y a pesar de la incertidumbre y el desconcierto, en una operación audaz, compleja y muy arriesgada llevada a cabo en el barrio de Nuseirat, en el centro de la Franja de Gaza, la Unidad antiterrorista de élite israelí Yamam ha devuelto la esperanza y los sueños, este 8 de junio, a toda una nación herida cuyas cicatrices se añadirán a la mochila de su historia. El rescate de cuatro de sus diamantes – código militar para referirse a los rehenes Noa Argamani (25), Almog Meir (21), Andrei Kozlov (27) y Shlomi Ziv (40) – es el símbolo de que lo bueno y lo malo están unidos, y que escapar del infierno y recuperar la libertad arrebatada implica, como contrapartida, arrebatar los sueños y las esperanzas de quienes dieron su vida en el camino.
Artículo publicado en vozpopuli.com