Muchas veces vivimos buscando “tener la razón”. Y la verdad es que, casi nunca, en un conflicto, alguien la tiene del todo.
En uno de mis programas de televisión Quién tiene la razón, después de un caso muy triste, terminé llorando y diciendo que realmente no importaba quién la tenía. Tuve que respirar fuerte para poder hablar frente a las cámaras y no estallar en lágrimas.
Era la historia de una madre y su hija de 25 años, que se habían separado cuando ella apenas tenía 8. Tuvo que esperar 11 años para poder venir a Estados Unidos y vivir con ella. ¡Es sorprendente lo rápido que salen los papeles de migración!
Su hija lloraba y le pedía que le dijera quién era su padre y dónde estaba. Decía una y otra vez que prefería haberse quedado en su país, al lado de ella, aunque fuera pasando hambre y no esperar 11 años para verla. Llorando, continuaba diciéndole que ella nunca estuvo cuando se graduó, ni cuando se enfermó, ni cuando la necesitó.
Al llegar la mamá, se había encontrado a su hija bailando de chica go-go, para tener un salario que le permitiera pagarse la universidad y sobrevivir sola, sin sus padres adoptivos (sus tíos). Estaba escandalizada y le recriminaba a su hermana haberle “pervertido” a su hija.
¿En qué mundo tan inhumano estamos viviendo? Después no nos quejemos de consecuencias como la delincuencia y el desastre de sociedad en que estamos sumergidos.
Es bueno que la gente vea cómo afecta a los hijos no conocer a sus padres, cómo los niños necesitan más el afecto que la abundancia y cómo la estabilidad emocional es lo mejor que podemos dejarle. Y eso que la joven no se cansaba de repetir que sus tíos fueron buenos con ella. Pero nadie, absolutamente nadie, sustituye a un padre o a una madre.
La cantidad de separaciones forzadas en las familias, la injusticia social que reina en el mundo y las fronteras impuestas por encima del hambre y la dignidad humana, es algo que pagarán muy caro nuestros hijos y nietos.