Los procesos de globalización no sólo impactaron, desde principios de este siglo, la economía o el desarrollo científico. El sistema de fuentes normativas, cuya arquitectura se perfeccionó en el siglo XX, asimila en la globalización una dinamicidad poco vislumbrada por quienes sembraron la moderna ontología del fenómeno jurídico. También, otros instrumentos normativos internacionales -antaño limitados- adquirieron fuerza y capacidad para fundamentar cualquier decisión en tribunales. Hogaño, es poco justificable que se apele a la noción de soberanía defendida por Vedross y Kelsen, pues, la revolución de los derechos fundamentales ha trascendido cualquier límite o prurito valórico. Sencillamente la tipología de derechos evoluciona, progresa y asume nuevos ribetes en la medida que también la arbitrariedad se arroga inéditos sayos con viejas consecuencias sobre la persona humana. En fin, el escudarse en las antiguas expresiones “esos son valores de Occidente”, no sólo es un subterfugio baladí, sino que, demuestra la peor de las alevosías gubernamentales. Los derechos humanos no son patrimonio exclusivo de una determinada sociedad o Estado. Todos los que formamos parte de la especie estamos autorizados para su reconocimiento, posicionamiento y actualización permanente.
En materia urbanística, si bien es cierto atañe a las autoridades locales (municipales), y sus diferentes manifestaciones; en la medida que los paradigmas modifican las estructuras regulatorias del Derecho urbanístico, también, las ecuaciones sobre el protagonismo de ciertas personas públicas territoriales sufren modificaciones sustanciales. Y no estamos haciendo apología de una despiadada centralización citadina. Tampoco la atomización del tema urbano. Ni se diga de una privatización corporativa de la urbe. Sencillamente también actores internacionales asumen su papel para defender el sistema de derechos fundamentales para una sociedad que planetariamente urbana. Como apunta el profesor Carlos Moreno (La revolución de la proximidad. De la “ciudad mundo” a la “ciudad de los quince minutos”. Madrid, Editorial Alianza, 2023, pp. 50) apenas el 2% de la superficie del planeta lo ocupan las ciudades. Sin embargo, ese 2% concentra el 50% de la población global, consumen 78% de la energía producida. Crean 80% del PIB mundial y son el responsable de 60% de las emisiones totales de Co2.
Con semejantes datos, aunada con una incesante evolución tecnológica, la ciudad apuesta por un estrellato incuestionable, donde, más allá de ser una estructura física, es el lugar donde los llamados “derechos humanos del ciudadano que vive en ciudad”, genera un momento culminante en nuestra historia. De hecho, como explicitan los expertos, la historia es urbana. Poco o nada se encuentra fuera de las ciudades, salvo desastres naturales excepcionales (vgr. Krakatoa, Yucatán, Santorini, etc.) o batallas épicas libradas a campo abierto (vgr. Orléans, Waterloo, Carabobo, etc.) que merezca ser remembrado como hito de la humanidad. Esta connotación ha llevado a la propia Organización de Naciones Unidas, desde 1976, el desarrollo de programas de asistencia urbana, siendo conocido como ONU-HABITAT. Desde ese año, se preparan cada 20 años los informes generales de actualización que se concentra en un documento identificado por números en romano. Por ejemplo, Hábitat I (Montreal, 1976), Hábitat II (Estambul, 1996), y Hábitat III (Quito, 2016). Cada uno de ellos ha marcado el paradigma cada cuatro lustros, en los cuales, las políticas urbanas se ensamblan tomando como base dichos documentos.
En la actualidad tiene plena vigencia Hábitat III, también llamada Nueva Agenda Urbana (NAU). Aprobado en la ciudad de Quito, el III informe no sólo actualizó las gruesas líneas de acción en las regulaciones urbanas, sino también, introduce una nueva dimensión de la expresión acuñada en los años sesenta por el sociólogo Henri Lefvbre, resumida en el carismático vocablo derecho a la ciudad. Este último, a pesar que su connotación originaria fue para denunciar el quietismo estructural de la Carta de Atenas (1933), tras las preocupaciones globales sobre el quiebre del equilibrio con el ambiente (vgr. derecho al desarrollo sustentable), fue asumiendo múltiples manifestaciones hasta el punto que en nuestros días muchos lo consideran un derecho humano con diferentes ramificaciones insoslayables. Así lo han concebido las Cartas globales sobre la ciudad y sus derechos, como por ejemplo, la Carta Mundial del derecho a la ciudad (2005); la Carta Europea de Salvaguarda de los derechos humanos en la ciudad (Declaración de Saint Denis, 2000); la Carta-Agenda mundial de los derechos humanos en la ciudad (Venecia, 2011); y la Nueva Carta de Leipzig (2020).
Lo que pudo haber sido una preocupación local, hoy, es una realidad global que arropa a todos, incluso, dentro de aquellos sistemas normativos apegados a una sustancialidad soberanista injustificada. Ya no sólo debemos observar las regulaciones municipales sobre la ciudad, o las previstas en normas estadales o nacionales, según el régimen de reparto competencial previsto en la Constitución. Ahora es de obligatoria observancia estas tipologías y categorías de derechos fundamentales que se desprende del omnicomprensivo concepto derecho a la ciudad. Sobre este último, debemos entenderlo como el derecho que abre todas las llaves para acceder y disfrutar los beneficios que ofrece la ciudad para la persona humana, resaltando, la capacidad para que cada una de ellas pueda desarrollar sus propios proyectos vitales en armonía con la legalidad urbanística. Esta afirmación va más allá del primigenio objetivo del Derecho urbanístico, agotado en ese entonces para erradicar las nefastas consecuencias del modelo decimonónico de ciudad industrial (coketown).
Superada la inmundicia manufacturera, el ciudadano gradualmente será el centro del derecho supra explicitado, es decir, ya no hacemos sólo mención a las medidas sanitarias obligatorias para la protección del citadino. Poco a poco se fueron incorporando nuevas formas de hacer esa ciudad más vivible, potable y armoniosamente benigna para quien viviera en ellas. Pero, esto no fue suficiente. La crisis del estructuralismo científico que comienza a finales de los setenta, favoreció el giro del péndulo hacia la persona humana más que cualquier obsesión con la zonificación o el cumplimiento irrestricto de vinculaciones urbanísticas, que en nuestro país, conocemos como las “criollas” variables urbanas fundamentales. El nuevo derecho a la ciudad es un compás para permitir que todo aquel que lo invoque, pueda enmarcarse dentro de las oportunidades históricas que sólo lo puede ofrecer la vida urbana. Como bien lo escribió René Descartes a Jean-Louis Guez de Balzac, en 1631, “(…) No importa cuan espaciosa sea una casa de campo, siempre le falta una infinidad de comodidades que sólo pueden ser encontradas en las ciudades. (…)”.
Ahora bien ¿qué sucede en aquellos países donde la legislación urbanística -nacional y municipal- no ha sido actualizada según los nuevos estándares de Hábitat III? Este es el caso típico venezolano. Nuestra Ley Orgánica de Ordenación Urbanística (1987), si bien representó una de las leyes de su tipo de mayor avanzada global, poco a poco se ha transformado en incapaz de permitir soluciones para los problemas de normación urbana más allá del clásico sistema de planes. Es más, subyace un defecto importantísimo en sus mecanismos como es la de regular con precisión todo el proceso de planificación urbana, más sin embargo, no impone la obligatoriedad a las autoridades municipales para la concreción de un Plan de Desarrollo Urbano Local (PDUL) o cualquier otro instrumento de conformidad con las dimensiones de la urbe.
Esto nos lleva a la penosa realidad que para 2024, de los 335 municipios que conforman la República, apenas 16 cuenten con un PDUL aprobado en todas sus fases según las orientaciones de la LOOU, su reglamento y el instructivo de Minfra 2004. Así, quien suscribe, haciendo uso de la legitimidad que le confiere el solo ser “ciudadano”, interpuso en 2019 ante la Sala Constitucional, un recurso de control de la convencionalidad de Hábitat III, ante la omisión del alcalde de una ciudad venezolana que no sólo ha dejado perder el PDUL de 2003, sino que, en sus 7 años de gobierno, ha manifestado que no va aprobar un nuevo PDUL. Este control de la convencionalidad ha sido ya aprobado por el Tribunal Supremo de Justicia en otros casos, sobre todo, con la aplicación de los tratados del sistema interamericano de los derechos humanos.
¿Qué se ha exigido en este control de la convencionalidad? Simple y llanamente que el propio TSJ ordene a la Alcaldía del Municipio para que inicie e introduzca un nuevo proyecto de PDUL, y con ello, pueda cumplirse la exigencia al disfrute del derecho a una ciudad planificada, ésta última, una sensible materialización del derecho a la ciudad.
Sabemos que la propuesta es de avanzada, máxime, cuando existe la plausible probabilidad de generar fricciones ideologizadas en un país donde históricamente la clase política -del viejo y nuevo cuño- ha encontrado pocos réditos electorales en propuestas como un PDUL o la ordenación de los espacios urbanos con estricto cumplimiento. Sin embargo, alguien debe comenzar por “partir el hielo” para que todos podamos contar, más adelante, con una ciudad regulada de forma eficiente y por modernos instrumentos de planificación y ordenación urbanística. He allí el reto en esta nueva materia, el nuevo derecho a la ciudad y el control de los tratados y convenciones internacionales que lo regulan.