Asombra oír a Maduro, durante una alocución televisada, expresar su sentir sobre la represión policial: “¿Ustedes saben qué me duele a mí mucho, mucho? No saben hasta cuánto me duele a mí cuando yo veo un caso y me llega la información de un policía violando los derechos humanos del pueblo en un barrio, que llegue un grupo de policías y le robe al pueblo sus televisores y sus objetos”. Asimismo, destacó que maneja información sobre funcionarios que secuestran o forman parten del crimen.
Trae a la mente al poeta mexicano José Emilio Pacheco, quien nos cuenta cómo en sus intimidades un tirano, de los tantos que han azotado a la humanidad, se lamentaba: “Intente hacer el bien, propagar la bondad, sembrar la justicia, hacer la dicha de todos”. Para lograrlo, confiesa, todos los medios fueron válidos: “Con tan noble propósito engañé, asesiné, encarcelé, torturé, oprimí. Yo que era compasivo y solidario me convertí en uno más de los monstruos”.
Por la cabeza del tirano nunca pasó la idea de que imponer la dicha a todos es en esencia un ejercicio dictatorial, contrario a la libertad y al derecho a elegir. El bien a la fuerza no puede existir porque no es más que ejercicio despótico de poder, coacción, avasallamiento de la voluntad del otro que sumisamente tiene que postrarse ante la imposición del poderoso.
Pretender seducir con una oferta de un Dorado nunca alcanzado “la mayor suma de felicidad para todos” palabras que se convierten en ritornello para aquellos que obnubilados por su utopía particular emprenden la feroz carrera de imponer una felicidad cuyo costo es casi siempre la libertad. Si la dicha pudiese imponerse bastaría con un decreto o una ley que lo convierta en un argumento de fuerza: ”Si usted se atreve a no ser feliz, irá a prisión”.
Pero el tiempo es implacable e indefectiblemente las carreras de los tiranos tienen un fin, no siempre prematuro; imponer la felicidad a un pueblo puede durar buena parte de un siglo. A los cubanos, por ejemplo, les ha costado medio siglo. La pesadilla soviética y China ha durado más de ochenta, casi un siglo antes de desintegrarse, volverse añicos, para poder derribar las estatuas de Lenin que presidían cada una de las plazas públicas.
El fin es muy triste y no podría ser de otra manera, es despertar en medio del horror, de la flagrante injusticia que conlleva haber tratado de anular, de suprimir lo que te define como humano, tus sentimientos, preferencias, tu visión estética y ética, la libertad.
Persiste, sin embargo, una breve rendija para la duda, es muy posible que el final imponga mirar de frente sin velos ideológicos. ¿Acaso Mao Tse-tung, Stalin, Hitler, Fidel, Chávez, en sus lechos de muerte, pudieron ver una poco más allá, se infiltraría alguna luz, alguna leve sospecha sobre el verdadero fin de sus aventuras en la Tierra? ¿Creerían que al final dejaban pueblos y personas más felices que las que les precedían? ¿Cómo pueden sus conciencias justificar o digerir la necesidad de usar poderosas policías políticas, exterminadoras de cualquier tipo de disidencia, de cualquier idea u opinión que sugiera algo distinto a lo que trataron de imponer la KBG, la Gestapo, la cercana G12 de Cuba. Policías tan feroces como las que exhibían las más carniceras dictaduras africanas, como la de Idi Amin, Gadafi o en nuestros patios como Chapita Trujillo, la FAES, el Sebin.
Por eso el poeta sueña con dictadores que al final de su vida se abran al arrepentimiento, capaces de postrarse ante la culpa, en nombre de ese espíritu que ellos trataron ferozmente de doblegar:
Ahora solo puedo pedir perdón.
Y es en vano: los muertos no resucitan,
las heridas nunca se curan.
Así al buscar la luz y la verdad
aumenté con la suma de mis crímenes
el plural sufrimiento de este mundo. (*)
Esto seria una minúscula porción de redención para un tirano en su lecho de muerte como lo fue Pol Pot, el dictador camboyano en cuyas espaldas hay más de 3 millones de muertos inocentes.
Podríamos aspirar o esperar una tardía humanización de otros tiranos que en sus tribulaciones, enfermedades o muertes se atrevan a ver el rostro de los seres humanos que han martirizado, ser tan valientes para apartar la pérfida masa de Yagos susurrantes, que les justifican y piden más sangre, que los ayuden a sobreponerse a su propia intransigencia y despotismo. ¿Tendrán esa posibilidad, pedir perdón cuando aún tienen vida; o creerán hasta el último segundo que nos pueden prohibir ser infelices?
Todas estas reflexiones, escritas hace algún tiempo, se refuerzan al conocer como el régimen solicita piedad navideña para un hombre preso en Cabo Verde por haber robado el alimento a los venezolanos. Mientras en los sótanos lúgubres de nuestras cárceles padecen 365 personas inocentes, hombres, mujeres, militares y civiles cuyo delito es haber luchado por la libertad de todos. Realidad que nos impone un clamor imposible de callar en nuestras conciencias: Un llamado urgente de familias venezolanas. Solo poder visitar a sus seres queridos en la Navidad en Ramo Verde y La Pica. “Es Navidad, solo quiero ver a mi padre”.
*Como la lluvia. “Lamento de Pol Pot en su lecho de muerte”. José Emilio Pacheco
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