Las aspas de las turbinas eólicas en las montañas que se ven desde mi ventana están girando con especial energía hoy en día. La tormenta de anoche ha amainado, pero los fuertes vientos continúan, aportando kilovatios extra a la red de electricidad a un costo adicional cero (o costo marginal, en el lenguaje de los economistas). Pero la gente que hace un esfuerzo por llegar a fin de mes durante una crisis del costo de vida atroz debe pagar estos kilovatios como si fueran producidos por el gas natural licuado más caro transportado a las costas de Grecia desde Texas. Este despropósito, que prevalece mucho más allá de Grecia y Europa, debe terminar.
El despropósito surge de la ilusión de que los estados pueden simular un mercado de electricidad competitivo y, por ende, eficiente. Como sólo un cable de electricidad entra en nuestras casas o empresas, dejar las cosas en manos del mercado conduciría a un monopolio perfecto –un resultado que nadie quiere-. Pero los gobiernos decidieron que podían simular un mercado competitivo para reemplazar a las empresas de servicios públicos que solían generar y distribuir la energía. No pueden hacerlo.
El sector energético de la Unión Europea es un buen ejemplo de lo que el fundamentalismo de mercado ha hecho con las redes de electricidad en todo el mundo. La UE obligó a sus estados miembro a separar la red de electricidad de las plantas de generación de energía y privatizar las centrales eléctricas para crear nuevas firmas, que competirían entre sí para ofrecer electricidad a una nueva compañía propietaria de la red. Esta compañía, a su vez, arrendaría sus cables a otro conjunto de empresas que comprarían la electricidad al por mayor y competirían entre sí por el negocio minorista de los hogares y las empresas. La competencia entre los productores minimizaría el precio mayorista, mientras que la competencia entre los minoristas garantizaría que los consumidores finales se beneficien de precios bajos y de un servicio de alta calidad.
Lamentablemente, no se pudo lograr que esto funcionara en teoría, mucho menos en la práctica.
El mercado simulado enfrentó imperativos contradictorios: garantizar una cantidad mínima de electricidad dentro de la red en todo momento y canalizar la inversión en energía verde. La solución propuesta por los fundamentalistas de mercado fue dual: crear otro mercado para los permisos para emitir gases de efecto invernadero e introducir una fijación de precios por costo marginal, lo que implicaba que el precio mayorista de cada kilovatio debía ser igual al del kilovatio más costoso.
El mercado de permisos de emisiones estaba destinado a motivar a los productores de electricidad a cambiar a combustibles menos contaminantes. A diferencia de un impuesto fijo, el costo de emitir una tonelada de dióxido de carbono estaría determinado por el mercado. En teoría, cuanto más dependiera la industria de combustibles nefastos como el lignito, mayor la demanda de permisos de emisiones emitidos por la UE. Esto haría subir su precio, fortaleciendo el incentivo a cambiar a gas natural y, finalmente, a energías renovables.
La fijación de precios por costo marginal estaba destinada a garantizar el nivel mínimo de suministro de electricidad, impidiendo que los productores de bajo costo perjudicaran a las compañías energéticas de costos más elevados. Los precios les darían a los productores de bajo costo suficientes ganancias y razones para invertir en fuentes de energía más económicas y menos contaminantes.
Para ver lo que los reguladores tenían en mente, consideremos una central hidroeléctrica y una central alimentada a lignito. El costo fijo de construir la central hidroeléctrica es grande, pero el costo marginal es cero: una vez que pasa agua por su turbina, el próximo kilovatio que produce la central no cuesta nada. Por el contrario, construir la central eléctrica alimentada a lignito es mucho más económico, pero el costo marginal es positivo: refleja la cantidad fija de lignito costoso por kilovatio producido.
Al fijar el precio de cada kilovatio producido por medios hidroeléctricos para que no sea inferior al costo marginal de producir un kilovatio usando lignito, la UE quería recompensar a la compañía hidroeléctrica con una ganancia abultada que, según esperaban los reguladores, sería invertida en capacidad de energía renovable adicional. Mientras tanto, la central eléctrica alimentada a lignito prácticamente no tendría ganancias (ya que el precio apenas cubriría sus costos marginales) y sí una cuenta cada vez más grande por los permisos que necesitaba comprar para contaminar.
Pero la realidad fue menos indulgente que la teoría. Cuando la pandemia causó estragos en las cadenas de suministro globales, el precio del gas natural aumentó, para triplicarse después de que Rusia invadiera a Ucrania. De pronto, el combustible más contaminante (lignito) no era el más caro, lo que motivó una mayor inversión de largo plazo en combustibles fósiles e infraestructura para GNL. La fijación de precios por costo marginal ayudó a las empresas eléctricas a obtener rentas gigantescas de consumidores minoristas enfurecidos, que se daban cuenta de que estaban pagando mucho más que el costo promedio de la electricidad. Como era de esperarse, la gente, al no ver ningún beneficio –ni para ellos ni para el medio ambiente- de las aspas que giraban sobre sus cabezas y arruinaban el paisaje, se pusieron en contra de las turbinas eólicas.
El aumento de los precios del gas natural ha expuesto las fallas endémicas que ocurren cuando un mercado simulado se injerta en un monopolio natural. Lo hemos visto todo: con qué facilidad los productores pueden confabular en la fijación del precio mayorista; de qué manera sus ganancias obscenas, especialmente de las energías renovables, hicieron que los ciudadanos se pusieran en contra de la transición verde; cómo el régimen de mercado simulado impidió una adquisición común que habría aliviado los costos energéticos de los países más pobres; hasta qué punto el mercado de electricidad minorista se volvió un casino en el que las empresas especulan sobre los precios futuros de la electricidad, obtienen ganancias en los buenos tiempos y exigen rescates estatales cuando sus apuestas les salen mal.
Es hora de terminar con los mercados de electricidad simulados. Lo que necesitamos, en cambio, son redes de energía públicas en las que los precios de la electricidad representen los costos promedio más un pequeño margen de beneficio. Necesitamos un impuesto al carbono, cuyas ganancias compensen a los ciudadanos más pobres. Necesitamos una inversión de gran escala como el Proyecto Manhattan en tecnologías verdes del futuro (como hidrógeno verde y granjas eólicas flotantes de gran escala) Y, por último, necesitamos redes locales de propiedad municipal de energías renovables existentes (solar, eólica y baterías) que conviertan a las comunidades en propietarios, gestores y beneficiarios de la energía que necesitan.
Yanis Varoufakis, ex ministro de Finanzas de Grecia, es líder del partido MeRA25 y profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
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