OPINIÓN

¿Es Donald Trump un fascista?

por Guy Sorman Guy Sorman

 

En la vida política e intelectual hay palabras que son como balas de fusil diseñadas para derribar a los adversarios o humillarlos sin que puedan levantarse ni replicar. En este arsenal, la acusación de fascista es una de las más contundentes. La lanzó en los momentos finales de la campaña electoral el entorno del expresidente Trump, al que su propio exjefe de gabinete, el general John Kelly, califica de «profundamente fascista hasta la médula». Esta acusación, retomada por Kamala Harris, está siendo difundida por todos los medios afines a la candidata demócrata. El término es desconcertante, no porque sea infundado, sino porque uno se pregunta si, para los votantes de Montana, la palabra fascista tiene algún significado; los estadounidenses no están muy familiarizados con la historia de Europa.

Preguntémonos qué significa realmente ‘fascista’ y si el término realmente puede aplicarse a Donald Trump. Existen dos escuelas opuestas. La primera considera el fascismo como parte de un periodo concreto, el de la década de 1930. Se refiere esencialmente a la Alemania nazi, a la Italia de Mussolini, a quien debemos el término, y, de manera accesoria, a los regímenes de Franco y Salazar. Para la otra escuela, el fascismo es una amenaza universal que podría aplicarse a Estados Unidos. Yo pertenezco a la primera escuela, la de los historiadores.

Un análisis riguroso del régimen de Mussolini revela que estaba lleno de vericuetos económicos y estratégicos, a veces procapitalistas, a veces socialistas, a veces pronazis, a veces antisemitas, y a veces no. Es difícil definir una ideología que fuera fascista en sí misma con la misma coherencia que el comunismo. Exportar el fascismo a épocas y lugares distintos de los de sus orígenes no es fácil. Esto se ha intentado en Hungría y Rumanía, emulando a Hitler. Otra característica es que en todos estos regímenes el líder designa a uno o varios enemigos internos: los comunistas, los masones, los judíos, los homosexuales, los capitalistas, los banqueros, etcétera. Esta noción del enemigo interno es esencial: permite movilizar a las masas en una lógica de chivo expiatorio. El relativo éxito de los regímenes fascistas en la década de 1930 a la hora de movilizar a la población también tuvo que ver con la exaltación de la nación que se había visto humillada por el destino y merecía recuperar su antiguo gran poder. ¿Humillada por quién y por qué? Realmente no lo sabemos. ¿Qué pasado glorioso? ¿El Imperio Romano? No estaba claro, pero apelar a la frustración de una población es una receta garantizada para el éxito.

Intentemos ahora aplicar estos criterios a la personalidad de Donald Trump. El culto al líder está presente, puesto que el Partido Republicano ya no se define por un programa sino por su adhesión sin reservas a la personalidad de Donald Trump. La denuncia del enemigo interno por parte de Trump se vuelve cada vez más violenta. No sabemos realmente quién es ese enemigo interno, pero podemos adivinar que no es un hombre blanco; es más probable que sea un inmigrante recién llegado procedente de Latinoamérica. O un profesor de Harvard.

Al igual que hizo Hitler, pero no Mussolini o Franco, Trump parece adherirse a la teoría arcaica que define el comportamiento por la herencia genética; el término ‘gen’ se repite con frecuencia en su retórica, y se aplica en especial a los inmigrantes ilegales, tachados de violadores y criminales. El uso de la violencia en lugar de la justicia es algo que invoca constantemente el expresidente, que prevé que el Ejército pueda intervenir en caso de disturbios raciales, lo que es una locura desde el punto de vista jurídico. También contempla que el Ejército intercepte a todos los inmigrantes ilegales –hay al menos diez millones– y los devuelva a sus países de origen, lo que nos recuerda, aunque con matices importantes, el destino de los judíos en Alemania. En cuanto a la nostalgia de un pasado mítico, el «Make America Great Again» [Haz que Estados Unidos vuelva a ser grande] es la versión local del Imperio Romano.

Una de las bazas de Trump, tal como se anuncia y se concibe, es su programa económico. Este es procapitalista y absolutamente proteccionista. Recordarán que en la Alemania nazi y en la Italia fascista, los gobiernos apoyaban a los grandes capitalistas, pero no a los pequeños empresarios, una preferencia que permitió tanto a Hitler como a Mussolini sostener sus esfuerzos bélicos. No obstante, la elección de Trump nos deja un tanto perplejos, ya que la vitalidad de Estados Unidos se debe menos a sus monopolios que a su capacidad para renovarlos constantemente y abrir el mercado a nuevos empresarios. Pero Trump no es ajeno a las contradicciones; él moviliza, no razona.

La otra base de la política económica de Trump sería el proteccionismo. Los ingresos financieros que Trump espera recaudar en las aduanas irían a parar a las arcas del Estado, lo que permitiría suprimir el impuesto sobre la renta. Eso sí que es popular y populista, pero ¿es fascista? No, simplemente es absurdo. Cerrar las fronteras asfixiaría la economía estadounidense, y los derechos de aduana ya no valdrían para nada. Trump proyecta en la gran pantalla las fantasías que hacen soñar a la mitad de los estadounidenses.

Llamar fascista a Trump es un insulto, pero no un argumento. La popularidad de Trump no puede entenderse a través de la historia del fascismo, sino a través de la historia de Estados Unidos. El culto a la virilidad está arraigado en la civilización estadounidense, igual que lo está el uso de la violencia para ajustar cuentas sin acudir a los tribunales. El derecho a poseer un arma contribuye a este clima de violencia, y cuando Trump se plantea crear milicias para imponer un nuevo orden, esto tiene precedentes en la historia estadounidense. ¿Y qué hay del racismo de Trump? Lo único que hace es eliminar las inhibiciones de una vieja tradición. Un último elemento arraigado en la civilización estadounidense nos ayuda a comprender la pasión por Trump: la tradición del predicador evangélico. Los interminables, y a veces incoherentes, discursos de Trump desde el podio forman parte de una larga tradición de predicadores.

Desde el siglo XVIII, estos denuncian la corrupción de la sociedad y prometen un mundo mejor. Trump hace lo mismo, y afirma ser profundamente religioso. En definitiva, no hay nadie más estadounidense que Trump, que es a la vez un predicador y un ‘entertainer’, un término intraducible. Acusarle de fascismo es no comprender hasta qué punto resuena en una parte de Estados Unidos con una larga historia. Esto no excluye que se intente aplicar su programa, aunque sea inaplicable, si resulta elegido. ¿Qué está en juego para nosotros, los europeos? Ante todo, nuestra seguridad. Trump está decidido a dejar la OTAN a los europeos y a abandonar a los ucranianos a su suerte. ¿Tiene Europa la voluntad de ser el último bastión de la democracia liberal? No tendríamos elección.

Artículo publicado en el diario ABC de España