Las acusaciones anónimas por abusos sexuales y maltrato contra Íñigo Errejón necesitan, para convertirse en un caso penal como reclaman los hechos en apariencia, de denuncias formales en las instancias oportunas: una condena, en su acepción legal, requiere de una acusación con nombre y apellidos, una instrucción probatoria y, finalmente, un fallo sancionador razonado.
Que no debería ser muy difícil de alcanzar por un tribunal si aplicara, con estricta observancia, la letra y el espíritu de las leyes impulsadas por su propio Gobierno, su partido de origen, su partido de salida y él mismo: el testimonio de una mujer, según ellos, es prueba suficiente para que una acusación tan grave se transforme irremediablemente en una condena.
Pero más allá de las cuestiones penales, que ojalá se diriman gracias a que todas las víctimas aparentes de este señor superen la vergüenza y el miedo habituales en estas tesituras y sientan el calor social que merecen, el caso retrata como casi ninguno la doble moral, el cinismo, la impostura, la hipocresía de cierta izquierda española caracterizada por su tendencia a criminalizar a todo el mundo y, a la vez, claudicar ante sus peores pasiones, protegerse a sí misma y encauzar los excesos de los suyos por los caminos de la impunidad y el silencio, a ver si con suerte consiguen taparlos.
Los mismos que llegaron al poder a lomos de la ejemplaridad acosan ahora a jueces, rivales y periodistas, con el fiscal general, su policía patriótica, sus medios de cabecera o la Agencia Tributaria; para convertir sus galopantes abusos en una conspiración ultraderechista merecedora de una respuesta represiva contundente, no sea que Begoña, Koldo, Aldama, Ábalos o David Sánchez sufran las consecuencias de sus actos o, peor aún, tiren de la manta.
Y los mismos que han culpabilizado preventivamente al hombre en su conjunto, con leyes y discursos que le cargan de un pecado original y transforman la presunción de inocencia en garantía de culpabilidad, salvo que la ‘cultura’ del sospechoso sea netamente machista, pero quede feo atacar a su infantil ideal ‘multicultural’; miran para otro lado cuando el sospechoso de tratar como un trapo a un montón de mujeres es uno de los suyos.
La victimización de toda la sociedad es una vieja estrategia para fragmentar en nichos electorales el censo, haciéndole sentir a cada votante potencial que le han hecho algo y se lo ha hecho alguien: en concreto uno que vota mal y merece una respuesta individual, la cancelación o la condena, y otra colectiva, el desprecio a la fuerza política de su predilección.
Pero cuando hay víctimas y verdugos reales de la cabaña propia, el mantra se altera y asistimos a una larga ceremonia de ocultación rematada, cuando la sangre llega al río, por otra de despedazamiento artificial con la que pretenden colocarse de nuevo a la cabeza de la denuncia.
Ya no cuela. Al menos desde junio de 2023, según hemos sabido ahora, existían denuncias públicas de mujeres objeto de los excesos de este cretino con ínfulas, un vago redomado que se ha permitido aleccionar a todo el mundo sobre casi todo con discursos que mezclaban las recetas chavistas con el tono de un imán intransigente. Y no hicieron nada que sí estaba en su mano: abrir, al menos, la misma investigación interna que ahora anuncian como si fueran implacables defensores de sus supuestos valores.
Nada hicieron Sumar y Más Madrid, nada Podemos, nada el PSOE, nada la «mayoría de progreso», nada el Ministerio de Igualdad y nada el Gobierno ante algo que sabían o podían saber, sin mayor esfuerzo, pero prefirieron desechar. Errejón tal vez sea un acosador y un agresor sexual, además de un pedante y un comunista atroz, pero la impunidad que le ha acompañado hubiera sido inviable si, en lugar de estar a la vera del «Gobierno más feminista de la historia», lo hubiese estado al lado, simplemente, de personas decentes.
Artículo publicado en el diario El Debate de España