El 1 de diciembre pasado, la Corte Internacional de Justicia dictó su sentencia en el caso de la demanda de Chile en contra de Bolivia por el estatuto y el uso de las aguas del río Silala, el cual nace en territorio boliviano, atraviesa la frontera entre Chile y Bolivia, y continúa su curso, hasta desembocar en el río San Pedro, en el desierto de Atacama, en Chile. Como todas las sentencias de la CIJ, ésta es “definitiva, sin apelación y vinculante para las partes”. Pero no está prohibido comentarla, e incluso criticar algunas de sus conclusiones, de sus omisiones, o de sus silencios.
No es el propósito de estas líneas entrar en los antecedentes del conflicto por el uso de las aguas del Silala, ni tampoco en la disputa inicial entre ambos países, en cuanto a si el Silala era un río, si el “aumento artificial” del caudal superficial de sus aguas tenía algún efecto jurídico, o si se trataba de aguas de manantial que se encontraban íntegramente en territorio boliviano. Sobre esta cuestión, finalmente, ambas partes se pusieron de acuerdo, aceptando que se trataba de un curso de aguas internacionales, y que se regían por el Derecho Internacional consuetudinario sobre los usos de los cursos de aguas internacionales para fines distintos de la navegación.
El Tribunal encontró que algunas de las posiciones de las partes habían evolucionado considerablemente en el curso del procedimiento, por lo que decidió que tanto las demandas de Chile como las reconvenciones de Bolivia carecían de objeto, o planteaban cuestiones puramente hipotéticas, por lo que debían ser rechazadas. El argumento central era que, al no subsistir una controversia entre las partes al momento en que la Corte debió pronunciarse, la demanda y sus reconvenciones carecían de objeto.
Según un viejo aforismo jurídico, incumbe al Tribunal decir el Derecho (Jura novit curia). Sin embargo, sin que hubiera un acuerdo entre las partes, y sin que éstas hubieran retirado sus respectivas peticiones, al considerar que había una “convergencia de posiciones”, la Corte estimó innecesario pronunciarse en seis de los puntos que se sometieron a su consideración. Los dos puntos restantes fueron rechazados, por lo que, en palabras de los jueces Peter Tomka y Bruno Simma, la Corte terminó por no decidir prácticamente nada. Por su parte, la juez Charlesworth observó que la Corte ni aceptó ni rechazó las alegaciones de las partes, concentrándose en determinar si ellas habían llegado a un acuerdo, pero sin examinar las consecuencias jurídicas de una supuesta convergencia de posiciones, y sin determinar si las posiciones de las partes suponían un compromiso jurídico vinculante para ellas. Sobre este particular, hay que hacer notar que Chile había pedido una sentencia declarativa, que garantizara la seguridad jurídica, y que evitara que las partes pudieran cambiar de posición en el futuro. Incluso si había convergencia de posiciones entre las partes -con alegaciones que, según la propia sentencia, podían ser “vagas, ambiguas, o condicionadas”-, el fallo de la Corte ha sido desafortunado, al no pronunciarse sobre el efecto jurídico de las posiciones de las partes, dejando espacio para una nueva controversia.
Pero hay un punto, sobre el derecho al “uso equitativo y razonable” de las aguas del Silala, que sí mereció algunas consideraciones -probablemente insuficientes- por parte del Tribunal, y que es a lo que me deseo referir.
La Corte sostiene que, según el Derecho Internacional consuetudinario, todo Estado ribereño tiene un derecho básico a una distribución equitativa y razonable de los recursos de un curso de agua internacional, y está obligado a no exceder ese derecho, privando a otros Estados ribereños de su derecho equivalente a un uso y distribución razonable. No obstante, el Tribunal advierte que el principio del uso equitativo y razonable de un curso de aguas internacionales no debe aplicarse de manera abstracta o estática, sino comparando las situaciones de los Estados involucrados y la utilización que ellos hagan del curso de agua en un momento dado. Obviamente, “equitativo y razonable” no son conceptos equivalentes, sino que expresan ideas diferentes, siendo necesaria la concurrencia de ambos, en una ponderación justa y adecuada de distintos elementos. Según advierte el embajador Roberto Ruiz -en la versión preliminar de un trabajo sobre este tema, que tuvo la gentileza de compartir conmigo-, el concepto de uso equitativo fue evolucionando, desde una interpretación de uso equivalente, a una igualdad de derechos sin preeminencia de una de las partes; se trata, en sus palabras, de “una concepción de la equidad basada en las necesidades de cada parte”. Mientras la equidad apunta a lograr una distribución justa, teniendo en cuenta las distintas necesidades de cada parte y las circunstancias particulares de cada caso, la razonabilidad atiende al aprovechamiento ambientalmente correcto de los recursos hídricos o sustentables. Junto con el cambio de circunstancias, las necesidades de las partes pueden cambiar con el tiempo; asimismo, lo que antes era ambientalmente razonable puede haber dejado de serlo, para dar paso a exigencias diferentes. A juicio de Roberto Ruiz, el uso razonable se torna irrazonable cuando las extracciones de agua por parte de un Estado ribereño se convierten en excesivas, o en casos de grave contaminación del curso de agua. El requerimiento de uso equitativo y razonable no atiende solamente a la cantidad de agua que le corresponde a cada una de las partes, sino también a lo que se hace con ella.
En su sentencia en el caso de las papeleras en el río Uruguay, la Corte había sostenido que la utilización de las aguas internacionales no puede ser considerada equitativa y razonable si los intereses del otro Estado ribereño y la protección ambiental de este último no han sido tenidas en consideración. A juicio del Tribunal, existe una interconexión entre el aprovechamiento equitativo y razonable de un recurso compartido y el equilibrio entre el desarrollo económico y la protección ambiental, que es de la esencia del desarrollo sustentable. Pero, en esta ocasión, la CIJ no consideró necesario elaborar sobre estas dos ideas, que están en el corazón del Derecho Internacional ambiental, y que merecían un análisis más detenido.
La Corte tomó nota de que, en el curso del procedimiento ante ella, se hizo evidente que las partes estaban de acuerdo en que el principio de uso equitativo y razonable se aplicaba a la totalidad de las aguas del Silala, independientemente de su carácter “natural” o “artificial”, y que ambas tenían derecho al uso equitativo y razonable de las aguas del Silala en virtud del Derecho Internacional consuetudinario. Por lo tanto, la Corte concluyó que la parte pertinente de la demanda formulada por Chile ya no tenía objeto, y que el Tribunal no estaba llamado a pronunciarse sobre ese particular. Pero, aceptando que, en este punto, había convergencia entre las partes, la Corte no dice si, en efecto, lo sostenido por las partes corresponde a una correcta interpretación del Derecho Internacional. Lo que es más notable, tampoco dice que éste es un asunto que se da definitivamente por zanjado, con el efecto de cosa juzgada.
En el caso que comentamos, el principio del uso razonable y equitativo surgió, de nuevo, en relación con el uso pasado, actual, y futuro de las aguas del Silala. Pero, de nuevo, la Corte sostuvo que, en el curso del procedimiento ante ella, las partes habían llegado a un acuerdo sobre el particular, aceptando que ambas tenían un derecho correspondiente al uso equitativo y razonable de las aguas del Silala, por lo que esta parte de la demanda de Chile ya no tenía objeto, y el Tribunal no estaba llamado a pronunciarse al respecto. Que las partes estuvieran de acuerdo en que ambas tenían derecho al uso equitativo y razonable de las aguas del Silala no significa que estuvieran de acuerdo en qué es lo que -en las circunstancias del caso- cada una de ellas consideraba equitativo y razonable, cuestión que le correspondía decidir al Tribunal. Sin embargo, la Corte juzgó que no había una controversia que resolver.
El uso equitativo y razonable de las aguas del Silala está igualmente relacionado con otro punto de la demanda, referido a la obligación de evitar el daño transfronterizo que, en el Derecho Internacional, se remonta, por lo menos, al caso de la Fundición de Trail, en la Columbia Británica. Esta obligación es una consecuencia necesaria del principio del uso “razonable” de las aguas internacionales. Pero, de nuevo, la Corte consideró que las partes habían llegado a un acuerdo sobre el fondo de la alegación de Chile, por lo que esta parte de la demanda ya no tenía objeto y, por lo tanto, el Tribunal ya no estaba llamado a pronunciarse sobre el particular. Sin embargo, si el núcleo de la controversia tenía que ver con el principio del uso equitativo y razonable de las aguas internacionales, independientemente de lo que dijeran las partes, la Corte podría haber elaborado más en cuanto al contenido de dicho principio, y en cuanto a los derechos y obligaciones que éste supone para las partes, particularmente en lo que concierne al deber de no contaminar esas aguas, que son de uso compartido. La Corte se refiere a un supuesto acuerdo entre Chile y Bolivia sobre este punto de la demanda, pero no dice qué es lo que dispone el Derecho Internacional sobre esta materia, dejando, de nuevo, abierta la puerta para una controversia futura.
Respecto de la obligación de notificar y consultar al Estado que se encuentra aguas abajo, en lo que concierne a las medidas que puedan tener un efecto adverso sobre las aguas internacionales -cuestión que ya había sido abordada en el caso del Lago Lanoux-, la Corte admitió que había un desacuerdo entre las partes, tanto respecto de los hechos como del Derecho aplicable. Ésta es una obligación que se encuentra establecida en la Convención de 1997, sobre el derecho de los usos de los cursos de agua internacionales para fines distintos de la navegación, la cual menciona, entre los factores pertinentes en una utilización equitativa y razonable, los efectos que el uso o los usos del curso de agua en uno de los Estados ribereños produzcan en otros Estados del curso de agua. Si bien dicha Convención no ha sido ratificada por ninguna de las partes en esta controversia, ella era invocada como prueba del Derecho consuetudinario, en cuanto éste habría sido codificado por la citada Convención. Se trata, por lo tanto, de una obligación que no es ajena al principio del uso equitativo y razonable de las aguas internacionales. La Corte tuvo en cuenta que Bolivia no ha reconocido que la definición de “curso de agua internacional” establecida en el artículo 2 de la Convención de 1997 refleje el Derecho Internacional consuetudinario. Pero, en este caso, se trataba del artículo 6, número 1, literal d, de la Convención, que no ha sido formalmente objetado por Bolivia, en cuanto expresión del Derecho consuetudinario, y no había ninguna razón para que la Corte omitiera pronunciarse sobre este asunto.
En relación con este mismo punto, la Corte sostiene que el desacuerdo entre las partes no tiene que ver con las obligaciones sustantivas, sino con las obligaciones procesales y su aplicación en las circunstancias de este caso. En particular, la Corte considera que la discrepancia de las partes se refiere al umbral a partir del cual surge la obligación de notificar y consultar a los otros Estados sobre las medidas que pudieran tener un efecto adverso en la utilización de las aguas internacionales. La diferencia estaría en requerir un “efecto negativo sensible”, o un criterio más riguroso, de un “daño sensible”, para que surja la obligación de notificar. Además, el Tribunal consideró que, en el presente caso, no se habría probado que esta obligación reflejara el Derecho Internacional consuetudinario, por lo que no podía concluir que la disposición citada de la Convención de 1997 correspondiera a una obligación derivada del Derecho Internacional consuetudinario. Según la jurisprudencia de la Corte, esta obligación se aplicaría cuando “existe un riesgo de daño transfronterizo sensible”. A juicio del Tribunal, cuando se presente esa situación, antes de emprender una actividad que pueda afectar negativamente al medio ambiente de otro Estado, el Estado debe determinar si existe un riesgo de daño transfronterizo sensible, lo que daría lugar a la obligación de realizar una evaluación de impacto ambiental. Si se confirma que tal riesgo existe, el Estado estaría en la obligación de notificar y consultar con el Estado potencialmente afectado, para determinar las medidas apropiadas para prevenir o mitigar dicho riesgo, lo cual es una obligación de comportamiento y no de resultado.
Según la Corte, un “efecto negativo sensible” podría no alcanzar el nivel de “daño sensible” requerido por la Convención. Pero da la impresión que, en cualquiera de esas hipótesis, se estaría infringiendo el principio del uso razonable de las aguas internacionales, a sabiendas de que las medidas adoptadas tienen, por lo menos, un efecto negativo sensible en su utilización compartida. Incluso si las partes hubieran llegado a un acuerdo sobre el particular, la Corte podía haber examinado si ese estándar correspondía fielmente al Derecho Internacional en vigor, o si se había apartado de él sin infringir normas imperativas de Derecho Internacional. Que las aguas internacionales constituyan un recurso compartido, sobre el que los Estados ribereños tienen un derecho común, no significa que cualquiera de las partes pueda cambiar, a voluntad, el régimen jurídico de esas aguas, alterando lo que, tal vez, son normas imperativas de Derecho Internacional general.
La Corte considera que cada Estado ribereño está obligado a notificar y consultar al otro Estado ribereño con respecto a cualquier actividad prevista que suponga un riesgo de daño sensible para dicho Estado. No obstante, teniendo en cuenta los hechos del caso, en su sentencia, el Tribunal concluyó que Bolivia no había incumplido la obligación de notificar y consultar que le incumbe de acuerdo con el Derecho Internacional consuetudinario, pues ninguna de las medidas proyectadas o efectivamente realizadas por Bolivia era idónea para producir ese tipo de daños, por lo que esta parte de la demanda fue igualmente desestimada. A pesar de lo anterior, el Tribunal tomó nota de la voluntad de Bolivia de continuar cooperando con Chile, con miras a garantizar, a cada parte, un uso equitativo y razonable de las aguas del Silala.
Pareciera que esta vez la Corte no quiso hacer su trabajo, o sólo lo hizo a medias. Pero, a pesar de los notables silencios que guarda esta sentencia sobre asuntos cruciales planteados por las partes, queda, sin embargo, la idea de que la noción de equidad, como sinónimo de lo que es justo, que desde hace décadas se ha abierto camino en el Derecho Internacional (en compromisos arbitrales, en disputas territoriales, en la interpretación de tratados, en la evaluación de daños, en la determinación de la eficacia de los recursos internos disponibles y, por supuesto, en la utilización de aguas internacionales compartidas), continúa avanzando. Esa idea de la equidad ya no es parte de la nostalgia por un Derecho natural trasnochado y superado, sino que es expresión de un principio general del Derecho Internacional positivo, que encuentra aplicación en numerosas esferas de la vida internacional, como se refleja en la jurisprudencia de los Tribunales internacionales. Lamentablemente, la Corte desperdició una preciosa oportunidad para avanzar en el desarrollo de este concepto.
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