OPINIÓN

Envilecimiento e infiltración: una endemia en Venezuela

por Miguel Ángel Cardozo Miguel Ángel Cardozo

Si algo bueno le pueden dejar a la sociedad venezolana los recientes eventos que para algunos constituyen una sincera insurgencia y para otros una nueva distracción, más vale que sea la mejor comprensión de la praxis chavista en unas sombras cada vez más tenues pero que, en todo caso, ha sido y sigue siendo aún un muy efectivo instrumento para la conservación del usurpado poder.

Continuar subestimando la capacidad de tan cruel enemigo de la paz y de la libertad, no solo para sobrevivir sino para vivir a sus anchas a costa de una destrucción de la que es plenamente consciente porque es el sistematizado medio que sostiene tal vida, evidenciaría que en realidad se adolece de la cortedad y de la torpeza que se le atribuyen a ese otro.

Chávez y sus herederos «políticos» jamás se caracterizaron por un descollante genio y en su individual proceder siempre se asemejaron a una manada de elefantes dentro de una abarrotada cristalería, pero ya no debería dudarse que más de dos billones de dólares —y otros ingresos— les dieron en estos años acceso a incontables recursos y, sobre todo, les permitieron disponer de mentes que si han sabido guiar, con astucia y tino, un sinfín de actuaciones en aquellas sombras que se han traducido en el prolongado mantenimiento de un infame régimen de terror.

Lo primero de lo que se aseguraron fue de crear una gigantesca red que de manera solapada propiciara el envilecimiento de decenas de miles y acumulara pruebas para el ulterior chantaje; algo en lo que los rusos, como es hoy del conocimiento público, son verdaderos expertos. Y claro, en una sociedad muy inclinada al facilismo, a la «viveza» y a la tácita «normalización» de lo que no debe ser, ello no supuso grandes esfuerzos.

Buena parte de las acciones y omisiones en numerosas instancias del país, que van desde la judicial hasta la militar, no se explican de un modo satisfactorio a través de la tesis de la generalizada maldad —o, al menos, la que se ha forjado en el fuego del patológico odio y extremo sadismo, y que constituye el rasgo común de los jerarcas del régimen—, pero sí lo hace el temor a la exposición de «vergonzosos» actos o variados delitos cometidos cuando supuestamente nadie miraba y los poderosos «amigos» amparaban.

No tendría que asombrar, por tanto, que documentos relacionados con una irregular licitación de la que se obtuvo una jugosa tajada, el video prohibido de algún «respetable» macho venezolano, felizmente casado, con dos muchachos de 16 años, fotos que muestran la recepción de dólares de manos del criminal al que se debió juzgar con imparcialidad o materiales comprometedores de diversa índole hayan sido las clases de recursos utilizados en estos oscuros años para poner a instituciones enteras al servicio de negros propósitos, máxime si se considera la idea a la luz de los pocos casos —la punta del iceberg— que, por la valentía de un puñado de buenos periodistas, ha logrado conocer la nación y el mundo.

En semejante contexto de masivo envilecimiento no debió resultar tampoco difícil lo que el mismo Guaidó denunció: la infiltración. No obstante, reducir el fenómeno a grupos y hechos puntuales sería minimizar una de las principales causas del fracaso de todas o el grueso de las iniciativas de emancipación de las dos últimas décadas.

No es descabellado suponer que en todo lugar o momento en los que en este período convergieron y convergen venezolanos que, por su incorruptibilidad e integridad —no perfección, que no es aplicable al ser humano y, como noción, es solo una sandez—, resultan impenetrables para los que aquí han manejado a tantos como marionetas, moviéndolos desde lo más profundo de sus entrañas, la opción para echar por tierra sus iniciativas, aparte de las convencionales amenazas, haya sido y sea la infiltración de sus taimados agentes en los entornos de los primeros; unos pertenecientes a la inmensa masa de extorsionados y los demás a la costosa nómina de expertos a los que se les confían las tareas más delicadas.

No es descabellado y he allí, de hecho, el principal obstáculo a vencer para el logro de una auténtica unión entre los millones de demócratas del país; una que sí oriente todos los esfuerzos en una misma dirección y dentro de un camino transitable —que no es precisamente el de la eviterna negociación, por cuanto no es esta una ruta hacia la paz y la libertad sino un laberinto con todas sus salidas tapiadas con rojo hormigón—.

Si, verbigracia, se analizan en retrospectiva las mal llamadas «guarimbas», que no fueron más que episodios de autoaislamiento inducido que solo beneficiaron al régimen, los hilos de los acontecimientos siempre conducen a la misma pregunta: ¿quiénes eran aquellos «paladines», desconocidos en cada comunidad, que promovían a los bienintencionados «promotores» que sí pertenecían a ellas?

Y preguntas muy similares surgen cuando se piensa con detenimiento en muchas otras situaciones en las que, luego de haberse presionado con efectividad a los secuestradores del país, algo desvió, disgregó o creó disensión.

Desde hace varios años he tratado de llamar la atención sobre ello y es hora de que en el seno de la sociedad venezolana se abandone definitivamente lo poco que queda de la ingenuidad que ha favorecido aquel continuo minado de una lucha que, de otro modo, ya habría rendido los ansiados frutos.

Por supuesto, esto no debe en modo alguno contribuir a la perpetuación de esa suerte de estado de sospecha que también beneficia al opresor.

Hace poco leí un tuit del apreciado Héctor Manrique en el que decía «Levante la mano el que no cree nada de nada» y mi primer impulso fue responder «La tengo levantada desde hace 21 años». No obstante, me abstuve de hacerlo porque en un solo tuit no iba a poder explicar lo que tal respuesta implicaba en verdad.

Pensar con «malicia» a la hora de analizar todo lo que ocurre en Venezuela es algo de lo que incluso depende la supervivencia, y la confianza y desconfianza no son cosas que aquí deban tomarse a la ligera, pero, aceptémoslo, de los saltos de fe que propicien la unión dependerá que podamos ser nuevamente un pueblo libre.

Por cierto…

No puedo dejar de solidarizarme públicamente con la que siempre he considerado como una de las mejores representantes de ese buen periodismo que tanto ha mermado en este imperio del miedo que es la Venezuela de hoy; una dama que jamás ha dejado de ser ejemplo de aquello a lo que bien podría aspirar cualquier mujer que, desde la seguridad que proporciona el reconocimiento del propio potencial ilimitado, entiende que se puede ser tan grande como se desee sin necesidad de empequeñecer al otro; una mujer, en resumen, que es reflejo de la Venezuela que ahora vive solo en nuestros anhelos pero que alguna vez será: Marianella Salazar.

@MiguelCardozoM