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Entrevista con la náusea

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La náusea que produjo en Tulio Carranza su tercer divorcio me llevó al extraño interés de entrevistarlo. No es para menos: después de haber cumplido los 61 años, su nuevo fracaso amoroso tiene el sabor de la novela El viaje vertical de Enrique Vila-Matas, aunque, en el caso de Don Tulio, la causa de esta nueva separación responde a un argumento distinto: «Es que sufro la maldición de ser honesto», comentó.

Carranza es un dramaturgo injustamente desconocido que promociona sus dramas personales más que cualquiera de sus obras. De modo que antes de enterarme de su última producción teatral, La náusea, ya sabíamos sus amigos de cafetín que la muchacha de 30 años estaba por abandonarlo por su incapacidad de sostener una familia en un país donde el oficio de malandro es más rentable que el oficio de escritor.

Nuestra conversación pudimos sostenerla en casa de su difunta madre, justo en el lugar donde una vez más este hombre desempacaba sus pertenencias: cajas atestadas de libros, diplomas, suvenires y algunos vestuarios y elementos de utilería de sus obras más memorables. «El problema de mudarse es que siempre te recuerda lo que eres», alcanzó a decirme.

La náusea

D.L: En esta obra en particular vi a tres actores vomitar en escena, durante las diez funciones que ofreciste a lo largo de una única temporada. Incluso vi a varias personas salir al baño por la misma razón. ¿En qué medida la náusea o el vómito son objetivos de la creación artística?

T.C: La náusea vive en ti, en mí, en todos. En mi caso, la náusea es esa reacción involuntaria de un vacío que no comprendo, que a su vez es incertidumbre, el resultado de la agresión diaria a la que te sometes por el simple hecho de estar vivo, aquí, ahora, en un país que ya no palpita en tu cabeza, ni en tu corazón, sino en un estómago vacío. El vómito de estos tres actores es la eyaculación de ese vacío. Y ese vacío, al menos en esta obra en particular, se debe a la angustia de vivir en un lugar que te obliga a torcer tus propios principios para poder sobrevivir. Es decir: vivir en un lugar donde ser honesto, en lugar de una virtud, pareciera ser una discapacidad.

D.L: ¿Puede la honestidad producir náuseas? ¿Insinúas que es un antivalor?

T.C: Me explico. La obra comienza con una discusión doméstica entre una pareja de recién casados. En plena refriega, la mujer abre la nevera, que está vacía, para gritarle a su marido: “¡Mi única moral es esta nevera!”. Luego busca una caja del CLAP, también vacía, y la coloca sobre la mesa. Ahí mismo alcanza un cuchillo y tenedor para luego cortar pequeños pedacitos de cartón que comienza a masticar como loca mientras repite: “Honestidad de mierda, honestidad de mierda, honestidad de mierda.” La náusea del marido, que es un funcionario público a carta cabal y tan recto como un rascacielos, comienza cuando su estómago, el de su mujer y el de sus hijos, empiezan a exigirle que se corrompa. Cuando sus suegros lo llaman pendejo por no aprovechar el cargo que tiene en un ministerio. Cuando todos parecen estar de acuerdo en que el verdadero sentido de tener un cargo público es el de enriquecerse u obtener privilegios. Entonces para ellos, la corrupción no es un antivalor. Es una ética. Para ellos, la honestidad es nauseabunda.

Honestidad vs corrupción

D.L: Antes de esta entrevista, me dijiste que sufres la maldición de ser honesto. ¿Podrías explicar por qué?

T.C: Cuántas personas hemos visto arrodilladas ante un país donde el pícaro o el estafador son los que tienen mayores probabilidades para sobrevivir en medio del desastre. Sobreviven, aclaro, no quiero decir que son más aptos o mejores personas, ni mucho menos que son más felices que el resto. Las circunstancias nos tuercen los principios. Las necesidades materiales, las más básicas, cuando no están dadas las condiciones para satisfacerlas, hacen que del individuo traicione sus principios o que exponga lo que realmente ese individuo es en el fondo. En este sentido, ser honesto en Venezuela es como una discapacidad. Si eres fiel a tus principios, si eres moralmente competente, si pretendes mantenerte al margen de toda ilegalidad, por muy pequeña que sea, entonces sufres la discapacidad de no saber cómo enfrentar la crisis, cómo alimentarte, cómo sobrevivir en un país donde el trabajo honesto te puede matar de hambre.

D.L: Aun cuando comprendo las responsabilidades que tiene el individuo, más allá de las masas, tengo la impresión de que consideras que en Venezuela se ha instalado el bandidaje como forma de ganarse la vida. ¿No es un error generalizar?

T.C: Olvida un teléfono celular, una tableta, una computadora portátil en cualquier espacio público, sobre la mesa de cualquier cafetín, en el pupitre de una salón de clases, y te darás cuenta de lo que trato de decirte. Muy pocos va a devolverte tu teléfono. Hablo de esto. Harán lo imposible por quedárselo. Y si alguien quiere devolverlo, sobrarán los que digan que esa persona es idiota. Ahora bien, con esto no quiero decir que esto tenga su contraparte. No quiero decir que no haya personas honestas. Sí las hay. Yo conozco muchas y estoy seguro de que la gran mayoría del pueblo venezolano está guiada por la buena voluntad. El bandidaje conforma la minoría, y como siempre, es la minoría la que impone su criterio y la forma de hacer las cosas. Entonces nos discapacitan socialmente. Nos hacen torpes, neuróticos, quejumbrosos, rabiosos, nos quitan lucidez. Una minoría de tramposos de oficio, cualquiera que sea su índole o el uniforme o carnet que porte, puede inmovilizar a la mayoría. Puede discapacitarla. Pero aclaro: este es un problema cultural y también de paradigmas: el paradigma del político, el paradigma del pobre, el paradigma del burócrata, el paradigma del militar, el paradigma del funcionario público. Vemos estos monolitos como estamos acostumbrados a verlos: con indiferencia, resignación, adoración y a veces con indignación. No de otra manera. La sociedad venezolana es un anticuario. Una forma de ser que ya no nos sirve.

D.L: ¿Crees que el chavismo ha estimulado ese bandidaje?

T.C: Totalmente. Galeano dijo alguna vez que la impunidad premia el delito, induce a su repetición y le hace propaganda: estimula al delincuente y contagia su ejemplo. La impunidad está en el ADN del régimen de Maduro. Es una perversión porque es consciente. Yo creo que los altos mandos políticos y militares que conforman esta autocracia asumen la impunidad por consenso. Es un pacto. Un acuerdo que embarra a todas las instituciones del país, a sus seguidores, y que enloda también al resto de las capas sociales. Aquí se cumple la metáfora del pastel: hay un pastel prohibido sobre la mesa, y el hijo mayor, que quiere comer de él, reúne a sus cuatro hermanos alrededor del pastel y lo pica en cinco pedazos iguales. Luego obliga a probar a cada uno su parte y les dice: “Ahora todos somos cómplices. Se callan.” Eso es el chavismo. Un grupo de gente poderosa donde cada quien tiene un expediente del otro, una foto con el pastel en la  boca del otro, y por consenso están obligados a callar y seguir el juego.

D.L: No todos en Venezuela son chavistas. En las filas de la oposición también hay pícaros, aprovechadores y oportunistas de oficio.   

T.C: El problema es que hemos dado por sentado durante veinte años que hay dos pueblos: uno chavista y el otro opositor. Me niego a aceptar esto. Aquí todos somos venezolanos y hay una proporción importante de venezolanos, chavistas y opositores, que también son responsables de este desastre. No porque hayan votado por Chávez o Maduro, por Capriles o Acción Democrática, o porque sean dirigentes de un partido, sino porque enloquecieron por las migas del pastel. Aquí el chavismo le dio a probar del pastel a millones de venezolanos. Y también les dijo: “Ahora se callan; también ustedes son cómplices”. Pero si hablamos de impunidad, el chavismo, que tiene el poder, es una nodriza que ha sabido mantener colgados de sus tetas a millones de venezolanos. Hemos chupado de una teta corrupta, nos hemos alimentado de ella, y es lógico que el mal se multiplique y haya hecho metástasis.

D.L: ¿Podrías dar ejemplos?

T.C: Voy a decírtelo de esta manera: una vez leí que García Márquez, al regresar de su viaje por Europa del Este, cruzó algunas palabras con una familia checa. Alguien, un francés, hizo a esta familia una confidencia: que en París había un lugar donde se cambiaba dinero checo a un precio tres veces más alto que el oficial. El checo se negó. Le dijo al francés que aquello perjudicaba en menor o mayor medida la economía de su país. Fue categórico, como todo acto de amor. Con este ejemplo yo voy a hacerte también una confidencia: yo creo en este tipo de patriotas. Creo en el amor hacia un país desde las pequeñas cosas. Y creo también que un país se destruye con las pequeñas cosas. Durante el periodo de Chávez, y aún más durante el periodo de Maduro, las migas del pastel destruyeron a Venezuela miga a miga. ¿Quieres ejemplos? CADIVI es una parte del pastel y los cupos son esas migas. Los dirigentes del chavismo tomaron la mejor tajada, y los raspacupos recogieron las migas. Si llevas esto a todas las instituciones que hay en Venezuela, e incluyes a los Consejos Comunales, entonces tienes una torta devorada por una multitud de carroñeros. Y estos carroñeros no son solo políticos o militares, también hay gente común allí. El pueblo no es del todo inocente. El individuo no es del todo inocente. Un delito menor, cometido por un oficinista, es igual de reprobable cuando el mismo delito es cometido por un político de renombre. Lo peor es que en una circunstancia como la actual, los delitos menores ya se han naturalizado. La necesidad nos hace parte del inmenso tejido de ilegalidad que impone sus propios métodos para que Venezuela sea un Estado fallido.

D.L: ¿Qué piensas de las sanciones? ¿Crees que es una forma de combatir la impunidad?

T.C: Mira, aun cuando sufro como todo venezolano sus efectos, seré claro contigo: tú no puedes hacer lo que te dé la gana con un país y con más de 30 millones de personas. ¿Quién es Maduro para hacer lo que le de la regaladísima gana con Venezuela? ¿Qué se cree este grupo de personas? ¿Que están solos en el universo y que pueden destruir a su antojo sin que eso tenga una reacción internacional? Si estás en  tu  casa, y castigas con tus decisiones a tus hijos hasta matarlos de hambre, ¿qué puedes esperar de tus vecinos? Te van a denunciar, van a reaccionar, algunos querrán hablar contigo y otros asumirán posturas más drásticas. Es una ley incluso física: acción y reacción. Las decisiones y acciones del régimen tienen consecuencias. Y ellos lo saben, siempre lo han sabido. Por tanto es un acto de irresponsabilidad que aun sabiendo cómo reaccionaría la comunidad internacional, el régimen haya decidido continuar el camino hacia la destrucción del país. Maduro y el séquito que lo acompaña, son una parranda de irresponsables. Sabían que sus acciones tendrían consecuencias y sin embargo continuaron empeorando sus decisiones. Yo puedo estar de acuerdo o no con las sanciones, pero creo que eso no es lo importante. Lo importante es que esa es la realidad y como tal hay que asumirla. Pero repito: Venezuela es un anticuario social. Tenemos una forma de ser que ya no nos sirve para enfrentar no solo los desafíos de vivir en dictadura, sino también los desafíos que este siglo depara.

D.L: La narrativa del régimen también es un monolito. Ellos expresan que Estados Unidos no tiene la autoridad de juzgar con sanciones a nadie porque también han cometido atropellos contra naciones débiles. En esa guerra de culpar al otro, y de apelar a la inmoralidad del otro, el régimen justifica su cinismo y arrogancia. ¿Cómo desmantelar esa narrativa?

T.C: Esa narrativa está desmantelada. Aquí la gran mayoría de venezolanos sabe quiénes han sido los culpables. Es una obviedad que todos vemos con indiferencia y resignación. Por tanto, lo que hay que desmantelar es precisamente esa indiferencia y resignación. La pregunta es cómo vencer la apatía cuando todo lo que se ha hecho no se traduce en verdaderos resultados de cambio. La agenda del régimen es clarísima: estimular conscientemente la impunidad para que nosotros perdamos la confianza en las instituciones. Hacen los que les da la gana, con descaro, para que nosotros sepamos que ellos hacen lo que les da la gana impunemente. Entonces la gente se resigna, pierde la voluntad de lucha, deja de organizarse. Si le añades a esto el hecho de que ellos tienen el control de las armas, y que con esas armas pueden matarte, entonces la resignación se convierte en desmovilización. Ahora bien, yo creo que la agenda de la oposición es errática en la medida en que solo pretende combatir al régimen desde un nivel macro. Esta no es una lucha que solo debe darse en un plano internacional, o solo con aliados extranjeros, o a través de liderazgos mediáticos, o con un centenar de publicaciones en Twitter. Por el contrario, esta es una lucha que también debe darse en el terreno, en las casas, con las familias, en las comunidades. La oposición juega también al culpable. Su narrativa también es la del culpable. Redundan con aquello que todos sabemos. Pero no termina o desestima la formación de núcleos, de células, de pequeños espacios de poder, de liderazgos. Concentrados en la lucha internacional, que es importante, han descuidado la construcción del micropoder. Es decir: la construcción de esos pedacitos orgánicos que conformarían tarde o temprano un bloque sólido que promueva y ejecute en la calle el cambio. En la calle, no en las redes sociales. En la calle, no en el salón oval de la Casa Blanca. En la calle, con la gente, no desde una, dos, o tres vocerías. Y ese es el problema: parece que tenemos solo voceros y no liderazgos que organicen, formen, eduquen.

D.L: En ese caso, ¿habría esperanza?

T.C: Héctor Manjarrez dijo algo muy cierto alguna vez: que todos volvemos a ser, si alguna vez lo fuimos, seres humanos. Antes de ser artistas, médicos o empresarios; antes de ser filántropos o hijos de puta, fuimos humanos. Siempre hemos sido humanos pero con una infinita capacidad de estupidez que no la tiene otra especie viviente en el planeta. El régimen que actualmente gobierna el país es un grupo de hombres y mujeres deshumanizados. Su estupidez no debería ser mi problema. Yo no me voy a dar a la tarea de humanizarlos, de que regresen a sí mismos y que reflexionen. Ese es un problema muy de ellos, que aunque nos afecte a todos, el devenir de  la historia y su implacable manera de pasar factura, se encargará de ellos. En ese caso, y lo que ellos deberían tomar en cuenta, es que por muy arrechos que se crean, no dejan de estar sujetos a las leyes del universo. Y el universo es cambio. Cambio constante y eterno. Gradual, violento a veces, pero cambio al fin. Entonces sí hay esperanza. Pero no hay que dejarle todo el trabajo a las leyes del universo. Esa esperanza hay que construirla con prospectiva. Es decir: debemos anticiparnos al futuro, mejorándolo desde el presente.

D.L: Por último, ¿tiene que ver tu trabajo con Sartre o el existencialismo francés?

T.C: Tiene que ver con la náusea inherente al ser humano. Con su complicada y asediada existencia. Con su ser y la nada, pero también con su ser y el todo, con su ser y lo mucho, lo poco, lo mediocre. La náusea no tiene ideología, ni religión, ni clase social, ni es chavista, comunista, o de derecha. Todos estamos angustiados y malditos. A todos el gusano nos brinca en el estómago, nos pellizca, nos sube por el duodeno, asciende y se nos atasca en la garganta. Hemos llenado el mundo de cosas y estamos tan vacíos…

Mayor 2021

Valera, Estado Trujillo.

Post-scriptum: Tulio Carranza no existe. ¿O sí?

 

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