Hay un lugar en la Sierra de Santo Domingo donde viven nueve gallinas, dos perros y un sociólogo. Llegar no es fácil: son casi tres horas de travesía por una carretera donde incluso los descansos hay que treparlos como si fueran árboles. Al final, cuando la altura supera los 3.000 metros, la casa de Bruno nos recibe con un cartel que parece un epitafio más que una advertencia: «Muertos pero felices. No moleste, por favor».
Sociología del aislamiento
Sobre el cercado pudimos ver al autor de Aforismos del miedo sentado en una hamaca bajo la sombra de un eucalipto. Desgranaba maíz. Lo acompañaban dos perros lánguidos que al sentir nuestra presencia se nos acercaron con gruñidos y meneos de rabo. Era como si combinaran el rol de guardianes con la alegría de ladrarle a otra cosa que no fueran sus propias sombras. Al ver a mi acompañante, Bruno levantó la mano en señal de bienvenida. Entonces entramos.
Orellana había intercedido a mi favor, semanas antes, para que Bruno hablara un poco de su insólita y repentina decisión de aislamiento, en razón del miedo a extremos absurdos que emergió en su interior por el hecho de vivir en una sociedad como la nuestra. De modo que durante el camino tuve la impresión de que visitaría a una especie de Reverón en Macuto, en lugar de un hombre que en 37 meses había bajado a la ciudad en 4 ocasiones, para regresar sin culpas ni lamentos a los páramos majestuosos que se encuentran en las fronteras entre Mérida y Trujillo.
Bruno, sin embargo, se mostró cordial y hasta de buen humor. En lugar de café nos ofreció una bebida caliente hecha a base de papelón con Flor de Jamaica. Nos dijo que alguien subía en burro dos veces al mes y le dejaba un cargamento de víveres, chimó y aguardiente. El chimó lo mascaba por respeto a los momoyes: «A veces creo que andan por ahí. Me doy cuenta porque los perros comienzan a alborotarse. Pero son unos perros muy viejos, ya no asustan. Los momoyes no malgastan su magia en ellos, ni en mí. Yo les temo de igual modo. Lo hago por vocación. Aquí la paz es tan excesiva, que necesitas asustarte de vez en cuando para que no te aplaste. Para que no te mueras de paz».
Le pregunté sobre su familia, si tenía alguna. Respondió que había levantado dos varones y que vivían fuera del país. Su esposa, con la que pudo compartir durante cuarenta años una vida de notables logros académicos, había decidido seguirles el rastro a sus hijos en Portugal. En su obra destacan sus sentencias sobre el miedo, la violencia y la sociedad venezolana desde 1978 hasta nuestros días.
—Un sociólogo decide alejarse de su objeto de estudio para confinarse. ¿Por qué?
—Eso no es exactamente así. Yo no estoy confinado. Tampoco loco, ni muerto de miedo, como piensa Orellana. Simplemente me cansé de sentir miedo, de vivir con miedo. O mejor dicho: decidí otra forma de tener miedo. Aquí yo puedo temer a mis problemas de hipertensión o de próstata; me puede dar un infarto y hasta alguien puede subir y cortarme en pedacitos. Todo esto es temible, pero es mi decisión. Ya estoy viejo, y si hay algo que un viejo debe decidir es el tipo de miedo que lo acompañará durante sus últimos años. Mi problema es Valera, esa ciudad tan pequeña y al mismo tiempo tan atroz, tan ingobernable y caótica, que por cansancio a ella y al miedo que me proporciona decidí quitarle de sus mandíbulas a un viejo como yo para no continuar alimentando su propia violencia. Prefiero que esta casa, esta montaña, me imponga las mil formas de asustarme, en lugar de las mil formas que tiene esa ciudad de llenarme de pánico, de agredirme, de intoxicarme.
—¿Tiene que ver su sociología con esa preferencia?
—Sobre todo mis ensayos sobre la violencia. Pero decir que es sociología, sería presumido. Yo los veo más bien como trabajos de catarsis. ¿Se puede producir teoría en la catarsis de un asmático social como yo? No lo sé. Escribí sobre la violencia cuando todavía vivía en Valera y tenía que viajar a Caracas dos veces al mes durante dos años. Ambas ciudades son temibles, una a menor escala que la otra, pero igual de temibles. En algún momento me pregunté en qué coincidía la violencia de una ciudad de provincia con la violencia de ciudades más grandes y complejas, y por qué incluso en las zonas rurales del Estado Trujillo, en poblados que no superan los 500 habitantes, se cometen homicidios tan atroces como inéditos. Lo peor es que el nivel de ensañamiento supera en muchos casos al crimen mismo, tanto como al móvil y la estructura psíquica del homicida. El horror ya no es por el hecho de que una persona asesine a otra, sino también por la forma en se lleva a cabo el crimen y la espantosa puesta en escena del cadáver. Entonces es inevitable reconocer que algo no está funcionando bien, que algo estamos haciendo mal, y que toda esta violencia debe tener un origen, una placenta de la que se nutre y fortalece. Hay elementos estructurales que propician la violencia de este país y que son conocidos por todos: impunidad, disfunción familiar, pobreza, educación, afán de lucro, entre otros. Pero, además de esto, pienso que hay algo más, y ese agregado es lo que precisamente quise explorar en mis observaciones sobre la violencia.
Violencia en Venezuela
—Usted afirma que en Venezuela desde hace cinco décadas se ha venido instalando la violencia como una forma de vida y también como cultura. ¿A qué se refiere?
—Si entendemos por violencia todo aquello que amenace o lleve a cabo algún tipo de agresión física, psicológica, verbal o sexual contra la voluntad de un individuo o colectivo, entonces estamos ante un país cuya violencia no se expresa solo por sus índices de homicidios, sino también por su comportamiento social. Es decir: el comportamiento social del venezolano en la actualidad es esencialmente violento. En ocasiones sádico; en otras, masoquista. El venezolano es víctima y victimario. Agresor y agredido. Opresor y oprimido. Estas relaciones, que son violentas por naturaleza, se presentan de individuo a individuo, de grupos contra individuos, de individuos contra grupos, y, lo que llama poderosamente la atención: de organizaciones públicas y privadas contra individuos o grupos, o viceversa. Para explicarlo de otra manera: salir de casa es como someterse a una subliminal golpiza. Caminar por nuestras ciudades es como boxear en silla de ruedas contra un gigante invisible. Despertar, vestirse y tomar la ruta de un día promedio es experimentar un nivel de violencia que lamentablemente hemos naturalizado. Un tipo de agresión que pasa desapercibida porque llevamos cerca de cincuenta años convirtiéndola en una forma de vida. No hablo sólo del tipo de violencia que puede medirse a través de los índices de homicidios, o a través cualquier instrumento estadístico que establezca cualquier agresión que esté tipificada en la ley. No hablo sólo de los caídos a balazos por un teléfono celular, una moto o un carro. Hablo de una violencia a la que yo llamo violencia placentaria, la primigenia, la más preocupante, y que puede ser la causante de nuestros peores miedos.
—El factor omnipresente de la violencia, según usted.
—Ahora bien, aclaro: para que haya violencia deben existir tratamientos. Si hay violencia física, hay un tratamiento del cuerpo; si hay violencia psicológica, hay un tratamiento de la psique. Lo mismo ocurre con las violencias verbales y sexuales: hay en ellas tratamientos del lenguaje y de la genitalidad. No hay violencia sin tratamiento, sin las formas que se emplean para ejecutarla, sin método. Entonces estamos ante tres elementos: víctima, victimario y tratamiento. Pongamos por caso la escena típica de un filme donde el villano interroga al héroe usando como método la tortura. El villano es el victimario, el héroe la víctima, y el tratamiento sería el uso de escalpelos, sierras o clavijas que se emplean para causar dolor. Entonces el tipo de violencia social de la que hablo cumple también con la misma triada. Podríamos preguntarnos: ¿Es un acto de violencia hacer una cola de tres a cuatro horas de espera bajo el sol, o de pie, para realizar una transacción bancaria, o para comprar comida, o para que nos atiendan en un hospital público? ¿Cuántos tipos de violencia se manifiestan en esa espera? ¿Y cuáles serían los tratamientos? ¿Quiénes son las víctimas y los victimarios? Ahora pongamos por caso un territorio como muestra: Valera. ¿Cómo es el día promedio de un valerano? ¿A cuántos tipos de violencia debe enfrentarse sin que se asuma una víctima consciente y sin que tenga conciencia de sus victimarios? Y, lo que es peor: ¿Acaso advertirnos el deterioro progresivo de nuestro cuerpo y psique como resultado de este tipo de violencia? ¿Cuáles son los resultados y cómo se traducen esos resultados en nuestra salud pública? ¿Puede existir un progreso auténtico, en todos los niveles, cuando nuestro cuerpo y psique son tratados con violencia por la nación de la que somos nativos? ¿Podemos amar lo que abusa de nosotros? ¿Podemos querer lo que nos agrede? Y si amamos lo que nos agrede, ¿qué somos?
Violencia pública y privada
—En ese sentido, y ante ese tipo particular de violencia, puede decirse que somos un pueblo que ha hecho de la violencia una forma de vida.
—El transporte privado, que todos llamamos público, es violento. ¿O no? Viajas hacinado, en butacas enanas y rotas, tragando monóxido de carbono, con un reggaetón reventándote los tímpanos y con el miedo de que alguien saque un revólver y ponga una bala en tu cabeza para robarte. Y de paso debes pagar. Nuestras melomanías son violentas: escuchamos música a alto volumen sin importarnos el daño físico y psíquico que podamos ocasionar en los otros. Hay violencia en nuestros servicios públicos: los basurales en Valera alcanzan extremos espantosos y son criaderos de violencias más sutiles que pueden verse con un microscopio o a través de un examen de orina, heces, o de hematología completa. Lo mismo ocurre con el servicio de agua potable: dime tú cuántas personas no llevan décadas cargando y cargando agua para bañarse o lavar los platos. ¿Por cuántos lumbagos no hemos pasado, cuántas dolencias no sufre una anciana que vive en un cerro y que debe subir ciento cincuenta escalones para hacer café? Hace muchos años, recuerdo, fui al hospital central de Valera porque uno de mis hijos, entonces de once años, tenía un cuadro de fiebre incontrolable. La enfermera me dijo que era necesario tomarle la temperatura pero que en ese momento no había termómetros ni tratamientos. El niño estuvo sin atención durante la hora que invertimos para buscar estas dos cosas en alguna farmacia de turno. Bien, hace un par de meses tuve que bajar a Valera por varios días porque no me sentía bien de salud y terminé en el mismo hospital. Tenía fiebre y vómitos. Me recibió una doctora que además de ejercer de una manera insolente y hasta agresiva su profesión, cuando ordenó que me tomaran la temperatura, recordó de pronto y con una rabia notable que no había termómetros ni tratamiento. Me dije: coño, en este hospital no ha pasado el tiempo y lo peor es que es uno el que envejece. No el tiempo.
—Usted habla de violencia pública. ¿Qué tiene que ver el Estado en este tipo de violencia?
—Yo hablo de micro dimensiones de la violencia que se tejen y sostienen tanto en la vida pública como en la privada. Hablo de todo un sistema cuyos componentes se relacionan entre sí bajo la naturalización de delitos menores y mayores, algunos demasiado obvios, otros imperceptibles, pero que hacen en su conjunto que nuestra sociedad no funcione adecuadamente. Ejerce violencia contra mí la demagogia política y la corrupción tanto del sector público como el privado. Pero también yo como vecino, con mi propia interpretación de lo privado, que por lo general, al hacer lo que me venga en gana, no dejo dormir a los otros por mis parrandas y el humo de mis parrillas. Desde el cinismo de un fumador hasta el calentamiento global, hay violencia. Repito: hay victimarios, víctimas y tratamientos. Navegamos como peces dentro de esta placenta. Somos hijos y nos formamos en la furia de las calles, de nuestras casas, de nuestras instituciones. ¿Hablar de violencia pública? Lo acepto si entendemos lo público como un todo y no como una parte del todo. Yo no puedo decir que la causa de los índices de criminalidad responde exclusivamente al sector público, tomando lo público como una mera expresión de lo institucional o gubernamental. El Estado está obligado a prevenir y reducir los índices de violencia a través de la ejecución de políticas coherentes. Está obligado a normar, regir, garantizar que las leyes justifiquen su existencia. Si el Estado no cumple con sus funciones, entonces estamos ante un tipo de violencia de Estado. Pero aquí se nos presenta un problema. Un problema que es necesario identificar y discernir. En los últimos 50 o 60 años, en este país y en el mundo entero, las violencias de Estado han cambiado. Fue de Kapuscinski del que leí alguna vez que en las sociedades contemporáneas el Estado tiende a perder el monopolio de la violencia. Es decir: la autoridad de los Estados modernos se sostenía en base al monopolio producto del control de sus fuerzas armadas, de sus organismos de seguridad, de sus aparatos represivos, de su propio armamento. El poder de fuego de un país, tanto como la violencia que amenaza o ejerce sobre la población, estaba en manos del Estado. Ahora, en tiempos posmodernos y de globalización, la violencia se ha privatizado. Abundan la tenencia y control de armamento por fuerzas privadas, cuya autoridad la encarnan organizaciones producto del narcotráfico, las mafias, las empresas de seguridad privada, los grupos de mercenarios, escoltas, guerrillas, paramilitares, terroristas, y hasta ciudadanos comunes que armados incluso mejor que las policías, actúan de forma independiente como nuevas expresiones de la violencia sin que nadie ni nada pueda controlarlas. Un ejemplo de esto es que son cada vez mayores las organizaciones criminales armadas que tienen mayor poder de custodia de un territorio que los mismos organismos de seguridad, y que, dicho sea de paso, incluso cobran una cantidad de dinero mensual, como si fueran empresas de seguridad comerciales, para garantizarles la vida a un sector de la población o para que otras bandas criminales no ejerzan violencia contra él. Este escenario tan temible y espantoso se nutre de una potencia mayor: el delito como negocio, la violencia como negocio, donde el poder de fuego privado y estatal se trenzan para generar ingresos de proporciones multimillonarias, y que a su vez fortalece y fomenta en las nuevas generaciones la existencia de un mercado de la violencia donde muchos, sobre todo la gente pobre, ve una salida a su propia condición existencial, aun cuando ésta limite sus expectativas y esperanzas de vida.
—En el caso de los países desarrollados, ¿han perdido también el monopolio de la violencia?
—En parte. El problema del control de armas en Estados Unidos es una muestra de ello. Incluso cuando un terrorista secuestra un avión con un cúter y lo estrella contra un edificio, incluso contra el Pentágono que es un símbolo internacional de violencia de Estado, o cuando un fanático arrolla a una multitud con un camión, o apuñala a varios transeúntes en una calle cualquiera, estamos ante un desplazamiento de la violencia del Estado por un tipo de violencia que es mucho más difícil de controlar, y que es aún más espantosa por su condición de ser impredecible. Esta situación, que se presenta a escala global, genera a su vez violencias de Estado más sutiles y en dimensiones superlativas. La violencia de las naciones poderosas, por ejemplo, además de sostener y ejercer su propio poder de fuego, se presenta de Estados contra Estados, en términos no solamente bélicos, sino también políticos y económicos. Los países poderosos agreden mediante el libre comercio, o mediante sus economías neoliberales, a los países más débiles. A esas naciones llamadas del primer mundo les conviene el debilitamiento de otras democracias, de otros Estados, donde el flujo de mercancías tanto como los aparatos de penetración ideológica se convierten en armas lógicamente más sutiles que un portaviones. Hay violencia en eso de hacerme creer contra mi voluntad (o contra mi pasividad e ignorancia), y a través de bombardeos de símbolos y contenidos, cuál es el estilo de vida que debo o no llevar. A nosotros, tanto en Venezuela como en Latinoamérica, nos corresponde recibir el tipo de violencia de Estado Fuerte contra Estado Débil. Pero entre naciones poderosas existe desde luego la misma violencia, sólo que en este caso, como bien lo planteó Toynbee, se trata de violencias entre civilizaciones, es decir: de Estados Fuertes contra Estados Fuertes.
—Ante esto, que podría incluso ser pesimista, ¿tiene usted propuestas o soluciones?
—Gangotena dijo en una ocasión que el cuerpo se encuentra ocupado en morir. Si esto es cierto entonces lo estamos convirtiendo en un holgazán. Desde la Revolución industrial hasta nuestros días, la humanidad se ha estado matando a sí misma vertiginosamente. Yo quisiera apelar al sentido común. Aunque el cuerpo esté muy ocupado en morir, al menos esa lenta agonía debería ser decente. Digna. Ningún proyecto político, sea a escala global o particular, puede desarrollarse a plenitud si más de 6.000 millones de cuerpos se sienten agredidos por la sociedad que hemos construido. Es simple: mejora las condiciones para que el cuerpo se sienta bien y tendrás un humanismo auténtico y sano. Educar, regular, administrar, regir, normar, es darle sentido al Estado. Hay que buscar el termómetro, coño. Hay que hacer que la vieja de sesenta años abra el grifo y salga agua. Si esto no ocurre, el orgullo de ser venezolano no será más que puro bochinche. Es difícil tener orgullo nacional en medio de los niveles de desorganización y caos que estamos enfrentando. Sería como si un hijo sintiera orgullo por un padre que tenga un prontuario policial incuantificable. Yo creo que hay que amar a este país. Y para conseguirlo hay que comenzar por hacer las cosas bien. Desde lo pequeño, desde los detalles, como si pintáramos un mosaico de la mejor forma, para después regocijarnos en la contemplación de nosotros mismos.
—Su aislamiento, ¿es una forma de construir lo grande?
—No, desde luego. Pero yo soy un segundo dentro de la historia. Aquí, en la cordillera, contigo o frente a un papel, ese segundo importa. Pensar importa. Espero que sirva de algo.
—¿Su posición política?
—La honestidad.
Mayo 2021.
Sierra de Santo Domingo.
Post- scriptum: Bruno Pujol no existe. ¿O sí?