A medida que se aproxima la fecha de las elecciones en Estados Unidos más interesa calibrar las diferencias que se van revelando entre las orientaciones y propuestas de Donald Trump y Joe Biden. Aun matizando el contraste en los estilos y en lo que la competencia electoral alienta, la mirada del mundo a esa campaña es particularmente atenta y preocupada: sobre la evolución del proceso mismo y sobre su resultado. Ante el futuro de la política exterior de Estados Unidos, la gran pregunta de tirios y troyanos, desde Bruselas hasta Pekín, es cuánto cambiará y cuánto permanecerá. Es una pregunta que con enorme interés nos hacemos los venezolanos, sobre la que nos conviene reflexionar -fuera del terreno polarizador que tanto nos tienta, dentro y fuera del país-, y que es especialmente importante en un momento en el que se ha asumido la necesidad de revisar las estrategias de la causa democrática.
Para comenzar, conviene evitar la simplificación de asumir como decisivo el peso de la Presidencia, sin consideración del resto del aparato gubernamental, que incluye al Congreso. Tampoco hay que menospreciar las exigencias de la política doméstica marcada por emergencias superpuestas -epidemiológica y económica- ni la incidencia del entorno internacional en el que la potencia estadounidense está siendo desafiada, abierta y solapadamente. Sobre la dimensión gubernamental, es importante tener en cuenta que en noviembre también se someterá a elección la totalidad de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado, con lo que ello pudiera significar no solo en cambios en el balance de escaños, sino en la posibilidad de cambios políticos en el liderazgo republicano si su candidato no gana la reelección.
Luego, como pista para evaluar el peso de la presidencia y la burocracia de política exterior, es de interés la caracterización más general de las concepciones que la podrían orientar en adelante. A partir de referencias muy generales, presentadas en opuestos, esas orientaciones se suelen resumir en los contrastes entre realismo e idealismo, aislamiento e internacionalismo, reducción y ampliación, unilateralismo y multilateralismo. La continuidad del presente significaría la de orientaciones internacionales cercanas al primer extremo de cada par y la opción de cambio que se ha perfilado hasta ahora las aproximaría al segundo término. A partir de allí -en trazos muy gruesos, sin entrar en precisiones ni en los muchos matices posibles entre los extremos, como por ejemplo, el sustrato realismo siempre presente- se ha definido el contraste entre los modos de conjugar estratégicamente la seguridad propia y la del orden internacional y su institucionalidad: mientras para el presidente candidato pesa fundamentalmente lo primero, según su contrincante esa seguridad solo puede lograrse cultivando lo segundo. Esto se manifiesta en las posiciones de Trump y Biden en temas internacionales tales como los compromisos en materia de seguridad, ambiente, comercio, migraciones y en las relaciones con organizaciones internacionales, potencias democráticas y autocráticas. No es el caso detallarlo aquí, pero sí anotar que las complicaciones en el entorno doméstico e internacional harán su parte para complicar la continuidad, de producirse la reelección, y matizar los cambios, si gana el candidato demócrata.
En todo caso puede ser útil, finamente, intentar algunas precisiones, en lo posible, sobre lo previsible en temas de interés para la causa democrática venezolana a partir de lo que han ido revelando los dos candidatos en sus discursos, reacciones y propuestas.
Lo primero es que sea quien sea el vencedor la crisis venezolana seguirá recibiendo mucha atención por lo que objetivamente representa como problema que desborda las fronteras nacionales y hemisféricas a la vez que toca intereses de Estado; sobre esa base se podría y debería mantener el consenso bipartidista. Lo que variará será el modo de atender el caso venezolano, lo que puede resumirse desde un par de ángulos: el de los medios y el de los vínculos internacionales que rodean nuestra crisis.
Sobre los medios, el asunto no es tan simple como proyectar que con Trump prevalecerá la presión y con Biden se impondrá la persuasión. Por una parte, restando las contradicciones discursivas y las inconsistencias instrumentales, la propuesta del marco para la transición democrática presentada en marzo hizo explícito que las sanciones están orientadas a servir como presión para un arreglo político nacional. Por otra parte, el propio Biden ha manifestado el propósito de hacer más eficiente el manejo del régimen de sanciones e incentivos, no de eliminar las sanciones, sin más. Lo que sí hay que incorporar en el análisis es el agravamiento acelerado de la crisis venezolana y la búsqueda del balance entre la continuidad de las presiones y el escalamiento de la crisis humanitaria, en la mortífera conjunción del empobrecimiento y el impacto de la pandemia. En esto es importante lo que sigue.
Sobre el manejo de las relaciones que rodean a la crisis venezolana, la más explícita divergencia se encuentra entre la presión creciente de la administración Trump sobre el régimen cubano y la tesis demócrata de reacercamiento; pareciera que contando que con ello -como fue intentado en los años de Biden como vicepresidente de Barack Obama- se abriría un canal para facilitar el acercamiento al gobierno venezolano y eventualmente un acuerdo político para superar la crisis. Esta posibilidad, que sin duda está siendo considerada por el gobierno venezolano en su definición de estrategias (incluidas las electorales), tendría que serlo también por la oposición democrática, la comprometida seriamente con la recuperación del estado de derecho que, reafirmando su propósito fundamental, debería evaluarla para asumir su estrategia, una que le permita aprovechar el momento para sumar apoyos, dentro y fuera de Estados Unidos.
Otra divergencia importante se refiere al contraste entre la continuidad de la acumulación de tensiones con Europa y el alejamiento de compromisos multilaterales, por un lado y, por el otro, la propuesta de reconstitución de vínculos y concertación con Europa como aliada democrática en temas de seguridad y de institucionalidad multilateral. Hay allí riesgos -de hacer más lenta y compleja la acción internacional concertada ante la crisis venezolana- a la vez que la oportunidad de hacerla más coherente y eficaz en el manejo de sanciones e incentivos, así como más útiles -por concertadas- las iniciativas ante los aliados del régimen, particularmente China, Rusia e Irán.
En todo caso y en suma, hay buenas razones para preocuparse y prepararse, sea cual sea el resultado de la elección que hagan los estadounidenses.