Son unas cuantas las situaciones de protestas en las calles, también de crisis agudas, que han estado activas en semanas recientes en nuestro lado del mundo. La lista incluye, con cuatro semanas de protestas y violencia, a Haití en su crisis crónica; en escala menor de confrontación y represión la de Honduras; por razones y medios diversos, cabría añadir también las oleadas de protestas en Argentina y los episodios en Colombia y Chile; en tanto que las crisis de Perú y Ecuador, no obstante sus diferencias, son de mayor calado, con especificidades dignas de atención desde Venezuela, con su propia y ya larga tragedia.
Perú, el país que en su tránsito del régimen de Alberto Fujimori a la democracia contribuyó afanosamente a forjar la Carta Democrática Interamericana, vivió desde aquel tránsito una peculiar estabilidad económica y política. Lo peculiar en referencia al resto del vecindario se ilustra con sus años de sostenida expansión económica y, luego, con manejables disminuciones de sus tasas de crecimiento; pero es igualmente llamativa su secuencia de cuatro elecciones presidenciales desde 2001 en las que hubo alternancia, tres presidentes que terminaron sus mandatos (Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala) y uno que no (Pedro P. Kuczynski), tras fundados y luego sentenciados cargos por corrupción, cuyo período está siendo terminado por quien fuera vicepresidente, Martín Vizcarra. Los otros tres ex mandatarios también estuvieron incursos en casos de corrupción, y también sometidos a la justicia. En el terreno político el fujimorismo fue recuperando terreno y, aunque sin capacidad para ganar la elección presidencial o la mayoría legislativa, se convirtió en traba parlamentaria para la acción de gobierno, particularmente en el ámbito de la administración de justicia, sujeta como está su dirigencia a denuncias y procesos por corrupción. El caso es que ante la negativa fáctica al voto de confianza solicitado al Congreso para detener un politizado proceso de designación de miembros del Tribunal Constitucional, el presidente Vizcarra, con el soporte constitucional y el respaldo popular, resolvió disolver el Parlamento y convocar a elecciones como medida para proteger el Estado de Derecho, que tanto costó recuperar y mantener.
El cuadro ecuatoriano es diferente. Luego de la destitución del presidente Abdalá Bucaram en 1997 ha habido nueve presidentes, sin contar la Junta de Gobierno tras el golpe de Estado de 2000 y añadiendo que uno de los presidentes, Rafael Correa, lo fue por diez años en los que centralizó y personalizó el ejercicio del poder. La economía ecuatoriana, que contó con la demanda y altos precios de sus exportaciones durante buena parte del largo mandato de Correa, en sus años finales resintió los excesos en el gasto y la disminución en los ingresos petroleros. Aun en medio de esa situación el partido oficialista ganó las elecciones presidenciales con Lenín Moreno como candidato. Después de asumir el cargo fue rápidamente tomando distancia de Correa: la puesta en orden en las cuentas y las deudas dejó a la vista el descalabro económico, y dio base a las indagaciones y procesamiento judicial de casos de corrupción, incluyendo entre otros el del propio Correa. El recurso al Fondo Monetario Internacional se hizo inevitable, de modo que, estrictamente hablando, la causa del profundo malestar que origina las protestas no está en la dureza de las medidas anunciadas el primero de octubre –que quizá debieron ser anunciadas junto con las medidas compensatorias que ahora se ofrecen–, sino en el ruinoso estado en que la administración de Correa dejó las arcas ecuatorianas. Con el acelerado escalamiento de las protestas ante esas medidas, ha quedado abierta una crisis que ojalá encuentre salida con el retorno del presidente a la capital y el desarrollo del diálogo al que se ha abierto el gobierno.
Si Perú está en buena medida protegido institucional y sociopolíticamente de un escalamiento descontrolado e infiltrado de la protesta, Ecuador no lo está. La transición peruana tiene más años y ha generado un sistema político que no obstante sus problemas ha cultivado sus mecanismos de protección, sin dejar de ser democrático, para lidiar con los actores que no lo son. La transición ecuatoriana es más reciente y vulnerable económica y sociopolíticamente, a la vez que más evidentemente expuesta a la presión de actores que apuestan al agravamiento de la crisis y a la salida de Moreno, como explícitamente lo viene manifestado Correa desde hace tiempo y lo han denunciado diversas instancias de gobierno en Ecuador y siete gobiernos latinoamericanos. Las denuncias sobre presencia de ciudadanos de otros países y posible apoyo venezolano merecen ser consideradas y medidas en su posible efecto regresivo para la democracia ecuatoriana, tanto más considerando las palabras de otros ex presidentes –como Lula da Silva respecto a Brasil– y las que altos ex funcionarios afines a gobiernos de la “ola rosada” han suscrito en las declaraciones del llamado “Grupo de Puebla”. Hablan allí mucho de volver a su pasado y poco de aprender de los errores, errores que nunca han reconocido pero que en Ecuador ha debido enfrentar Moreno y en Venezuela –evidencia inocultable de la suma de ruina y tragedias que produjo el “socialismo del siglo XXI” – se padecen dentro y se desbordan al vecindario.
En lo común y lo específico a los casos de Ecuador y Perú hay notas que tomar, útiles para trazar, transitar y proteger el camino que la reconstrucción venezolana tiene por delante. En lo inmediato esa tarea comienza por reconocer que, como nunca antes, está trazada una ruta política, institucional y programática posible, propuesta al gobierno ante testigos internacionales, adoptada por la Asamblea Nacional, a construir por los venezolanos, con legitimidad y apoyo internacional.
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