Si algo caracteriza al siglo que vivimos es el indetenible y creciente fenómeno de la migración masiva, motivada no sólo por las guerras, sino fundamentalmente en este desigual globo por la búsqueda desesperada de una vida mejor por parte de poblaciones que prefieren correr el riesgo de morir ahogados que continuar en la inopia. En el viejo continente, este fenómeno se ha convertido en un factor decisivo, que ha generado importantes conflictos dentro de la Unión Europea debido a las distintas posiciones adoptadas por sus países integrantes, y que incluso ha llevado a países de mayor apertura en la recepción de migrantes a revisar sus políticas en esta materia, debido al crecimiento de la ultraderecha basado en el denominador común de la xenofobia, tal es el caso de Italia, Francia y Alemania.
Es un tema complejo que me conmueve y que traigo a colación por la exacerbación de un sentimiento de aflicción motivado por las fiestas decembrinas que son de reunión familiar, que a la mayoría de los venezolanos nos ha tocado celebrar por WhatsApp.
Ese fenómeno mundial en el caso venezolano es extremadamente crítico, estamos hablando de una cifra aproximada de 8 millones de personas, lo que significa el 30% de la población que tenía el país, que durante el siglo XX absorbió migración inicialmente europea y posteriormente latinoamericana, hasta que nos alcanzó la tragedia de la ruina nacional originada en el proyecto chavista, ruina que se incrementó con la llegada de Maduro al poder y la quiebra producida por el agotamiento de los recursos petroleros, el dolo y la mala administración.
Inicialmente la imagen del migrante venezolano era el piso cinético de Carlos Cruz-Diez, emblema del aeropuerto de Maiquetía. No pasó mucho tiempo antes de que sectores más desposeídos, afectados por la falta de servicios básicos, empleo, salud y educación y de expectativas de mejoría, masivamente se vieran forzados a probar suerte en otras latitudes. Los primeros destinos fueron territorios más cercanos de Latinoamérica y el Caribe, pero las condiciones para el ingreso y la permanencia de venezolanos en la región se endurecieron, el rechazo xenofóbico se incrementó y las oportunidades disminuyeron.
A partir de 2022 aumentó el paso por el infierno del Darién y el número de venezolanos que intentan cruzar la frontera desde México hacia Estados Unidos llegó a ser mayor que el de guatemaltecos y hondureños. También el gobierno de Biden se vio políticamente forzado a restringir la entrada de venezolanos sin permiso a través de la frontera.
No hay noticia de tragedias de migrantes en la que no aparezca un venezolano, menores solos, mujeres explotadas sexualmente, muertos en extrañas circunstancias. El más sonado recientemente fue el del secuestro de 32 migrantes en México, de los cuales 26 eran venezolanos que finalmente fueron rescatados, sin que el gobierno venezolano se diera ni siquiera por enterado del sufrimiento de sus nacionales.
Pero así como la despedida de un año produce nostalgia, la llegada de uno nuevo engendra esperanzas, que en esta ocasión tiene asidero porque el 2024 es el año en el cual tenemos la posibilidad de lograr un cambio en Venezuela. Es un camino empedrado y difícil pero posible. Muchas son las especulaciones acerca de la disposición o indisposición del gobierno para permitir una contienda electoral aceptable, mientras esto se dirime, está en manos de la oposición empujar unidos para lograrlo, entendiendo que todas las fuerzas políticas de oposición verdadera apoyarán a María Corina Machado o a quien la sustituya en caso de que la mantengan inhabilitada y que el que resulte como candidato tendrá la apertura suficiente para negociar y para incorporar a los distintos factores opositores.
Sin duda la reunificación familiar, el regreso al país de exiliados políticos y de migrantes, debe ser uno de los principales propósitos de un cambio político, lo que obliga a priorizar la creación de un clima de libertad política y de oportunidades económicas que haga atractiva la vuelta a la patria.