Que los idiomas evolucionan y se van adaptando a los nuevos tiempos es una verdad incontrovertible. No hace falta remontarse al siglo XVII –cuando se escribió El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha– para demostrar cuánto ha cambiado nuestro español, sino que basta buscar en YouTube para oír qué tan diferente se hablaba entonces a como nos expresamos hoy en día.
El impacto de la televisión en la manera de hablar se nota en la medida en que esta homogenizó el acento, que se fue imponiendo a las variantes locales, de manera imperceptible, desde los centros de poder. Así bien, gracias a las novelas y a los noticiarios de Venevisión y Radio Caracas Televisión, nosotros los guaros voseantes terminamos convencidos que hablar de esa manera era una tara atávica y estigmatizante que había de ser erradicada, cosa que se nos reforzaba en la escuela. Por ende, para hablar bien, había que imitar a José Bardina y no a Lupita Ferrer en La Zulianita (1977), o sea, caraqueñizarnos y sonar urbano y moderno –¡Coye, qué fu!– cuando no terminar imitando a Los Picapiedras llamando al maletero la cajuela del troncomóvil.
No obstante, en aquella época todavía la enseñanza del español en las aulas seguía siendo la de la gramática normativa: los niños aprendíamos a identificar los géneros gramaticales –masculino, femenino, neutro, epiceno y ambiguo–, conjugar verbos irregulares o a saber distinguir cuándo alguno era defectivo o no: eran días en que uno no dudaba entre «yo abolo» o «yo abuelo» (de abolir), porque no existían, ni enunciar «yo agredo» sin que la maestra señalara que no se podía agredir a nadie en primera persona singular del presente del indicativo, a lo que añadía: «para agredir hace falta la i latina, así que en presente solo nosotros y vosotros pueden conjugarlo» y uno entendía que solo en cayapa se podía uno defender. Hoy en día nos agreden a cada rato, haya o no «i» en el verbo, tras la resolución de la RAE de convertir a agredir y a abolir en verbos regulares.
Ni qué hablar de la puntuación, con lo difícil que resultaba detectar un vocativo en la oración para separarlo con comas –no es lo mismo «seré tu amante bandido» que «seré tu amante, bandido»– o a usarla adecuadamente para darle sentido a una oración y determinar si el enunciado era especificativo o explicativo: «“la niña vestida de rojo es mi hija” y “la niña, vestida de rojo, es mi hija” jamás significarán lo mismo ni se escriben igual», habría dicho mi maestra Gladys a manera de ejemplo para lo anterior.
Andrés Bello en su tumba…
Estas estrategias pedagógicas con que se les impartía la lengua a los niños en las escuelas venezolanas se fueron sustituyendo por prácticas más sencillas, más didácticas, más divertidas, más bondadosas y, por sobre todo, sin la demoníaca memorización; pero –eso sí– , absolutamente ineficaces. A partir de entonces, cuando la gramática se sustituyó por ejercicios comunicativos sin guía ni porqué, la enseñanza de la lengua pasó a ser una veleidad, una materia de relleno, una «mantequilla»… Castellano y Literatura todo el mundo la pasaba; pero, a la hora de escribir, pocos –por no decir nadie– sabían dónde poner los dos puntos, ni mucho menos identificar las ideas principales ni con qué se comían los subjuntivos… O sea, pocos podían expresarse sin dificultad, lo que trababa no solo la comunicación, sino también la creatividad y la formulación de un pensamiento complejo.
Si todavía existieran el aplazar o los exámenes de reparación sin que ello conlleve una sanción de la Zona Educativa o amenazas al plantel por parte de alumnos o sus representantes, la enseñanza del idioma habría sido enviada a presentar en septiembre. Así bien, la docencia del español está raspada, aunque la gente apruebe por asistencia o por mera orden de los ministros de turno, de esos que se jactan de que en Venezuela «habemos muchos que sabemos gramática por intuición». El pobre Andrés Bello debe de estar sufriendo en su féretro.
Así como hay efemérides hasta para celebrar la creación de la chancla de plástico, también los correctores de textos celebran su día el 27 de octubre. Debería hacerse una misa de difuntos a los signos iniciales de exclamación e interrogación, y apurándonos antes de que también fallezca el acento diacrítico.
El panorama es desalentador: el estudio del Banco Mundial-Unicef que reveló que cuatro de cada cinco egresados de la escuela básica hispanoamericana no entienden lo que leen se agrava en Venezuela, donde los maestros de la escuela pública emigran ante los paupérrimos sueldos o prefieren trabajar en áreas más monetizables, desde repartidores a domicilio («se dice delivery, ¿ok?») a generadores de contenido para aplicaciones de toda clase, moral y ralea, OnlyFans incluido.
«Si en Hispanoamérica esa es la proporción, yo diría que en Venezuela es uno de cada diez los que tienen competencias lectoras y de escritura», me comentó un profesor del Pedagógico (UPEL), quien no solo estaba alarmado, sino desesperanzado habida cuenta del evidente y estrepitoso descenso de la matrícula entre los aspirantes a trabajar en docencia. Según un estudio de la ONG Con la Escuela, un cuarto de los maestros que atienden la educación básica no está capacitado para dar clases: muchos son padres o participantes en el Plan Chamba Juvenil (el nombre lo dice todo) auspiciado por el gobierno.
Vencidos por las sombras
El poco interés de los estudiantes por la carrera de educación –en todas las áreas– se evidencia en los datos desalentadores que reporta una universidad como la UCAB, que hace pocos años ofreció cien becas para formarse en esa profesión y ni porque eran gratis completaron el cupo. «¿Para qué estudiar algo que paga mal, no tiene prestigio y cuyos cargos en el sistema público los tienen reservados para los egresados de las “misiones”?», se preguntaba una profesora amiga, conocedora del área. Así bien, una las pocas especializaciones en docencia que aún tiene algo de demanda es Inglés. Yes, it isn’t (sic), pero ¿Castellano y Literatura? No way…
Ahora bien, en la Escuela de Letras de la «casa que vence las sombras», la UCV, la materia «filtro», valga decir la que más aplazados tiene, es Morfosintaxis, esa misma que a nosotros nos enseñaban en primaria… A ojo de buen cubero, uno puede decir que la cosa es grave: si mi clase de Literatura Judeoespañola tenía doce alumnos -un éxito, según algunos–, la que la precedía en el mismo salón era la de «Morfo» con unos cincuenta; la mayoría, repitientes… O sea.
¿Y qué pasa con las otras carreras relacionadas con la comunicación verbal? En la Universidad Central de Venezuela está Idiomas Modernos, con una aceptable demanda de cupos, y donde la mayoría cursa Inglés en combinación con Francés o Portugués, mayoría esta que anhela, indefectiblemente, emigrar. Un profesor que enseña allí Lengua Española (una de las materias obligatorias de los primeros años) me dijo que el interés por el castellano se limitaba a adquirir competencias para enseñarlo como segunda lengua en escuelas del exterior.
Me contaba otro amigo, exdirector de Estudios de Posgrado de la UCV, que en la principal universidad venezolana la matrícula en los estudios de cuarto nivel ha descendido radicalmente: este año ha egresado apenas uno con doctorado y de la maestría en Lingüística dos más», una caída de entre 80 y 90% en comparación a hace dos décadas. «O comes o haces postgrado», sentenció.
Comunicación social: la carrera fashion
Pues bien, el enfoque comunicativo en la pedagogía del español en la escuela, que parecía bien encaminado, tiene un resultado poco reconfortante. Yo provengo del área de la Comunicación Social, con experiencia en la enseñanza de la escritura informativa durante dos décadas en la UCAB, donde sufrí al ser acusado de pertenecer al «aquelarre», es decir, al grupo de profesores que merecíamos la hoguera por bajar puntos por errores sintácticos y faltas de ortografía. Pues bien, sé de la fobia que producían las normas de redacción entre los aspirantes a periodistas, tanto del área de comunicación escrita como la audiovisual, y sobre todo entre los pichones de publicistas.
Muchos de mis colegas reporteros se aterrorizan cuando uno les hace una corrección y enseguida hacen el esfuerzo por enmendar; pero, hay otros más que ni siquiera saben que están cometiendo una falta. Hace nada, en una conferencia en un recinto académico, uno muy orondo pontificaba: «El periodista es esa coma que une (sic) al sujeto con el predicado en una oración»… Empero, la frase suscitó aplausos, créanlo o no.
Las diecisiete escuelas de Comunicación Social, la carrera más popular en Venezuela, tratan de compensar el vacío en el conocimiento de lengua dejado por los once años escolares previos. No obstante, como secretario de Mejoramiento Profesional del CNP, me ha tocado oír de profesores muy prestigiosos que engañan a sus alumnos señalando que el punto y coma ya no se usa porque dizque la RAE lo suprimió… Así se piensa completar la enseñanza del analfabetismo estructural que se imparte en las escuelas públicas, como en los años ochenta denunció el desaparecido Gonzalo Benaím Pinto, con docentes para los que escribir bien es redactar «bonito», aunque se trate de textos cursis, pobres en léxico y mal estructurados, pero hechos desde el corazón… ¡Corín Tellado ganándole la partida a Góngora!
Como resultado, tenemos una comunicación pública llena de gazapos y de comodines, y la mayoría de las veces con una pronunciación afectada para dar la impresión de modernidad y sofisticación (sic) tanto en los programas de entretenimiento como en la publicidad, plagados ambos de anglicismos, barbarismos y un catálogo amplio y variado de… necedades.
Tú, fresh y yo, cool, ¿captas?
El reciente apagón hizo que yo resucitara un radio transistor de pilas, que conecté para saber qué estaba pasando.
Por ser de día, la oscuridad física no se pudo comparar con el oscurantismo informativo que estábamos viviendo: una serie de programas de música, anécdotas y consejos de belleza me llegaron por las ondas hertzianas y poco o nada de la incertidumbre por la crisis eléctrica, descrita así porque estaba prohibido decir apagón.
En poco tiempo, caigo en cuenta del estilo alienante de los locutores y periodistas venezolanos que hablan con el estilo de la publicidad estadounidense y que ya no anuncian las canciones en español, sino directamente en inglés, mientras que los comentarios sonaban más afectados que esos colegas de Univisión tratando de pronunciar el apellido Clinton evadiendo la te para parecer nativos de Minnesota (Minesora, dicen).
Ahora bien, cuando hablan en serio, entonces los locutores sacan un vocabulario caracterizado por el frenesí de usar los prefijos híper, súper, recontra, mega y macro; de importar términos que tienen perfecta traducción al español; o de derivar palabras dizque cultas, como esos verbos formados con izar (liderizar, por liderar; concretizar, por concretar), con lo que terminamos mejorizando el idioma, en vez de simplemente mejorarlo, como bromeaba el cineasta cubanovenezolano Mario Crespo.
En este mundo donde la tecnología ha puesto en pico de zamuro el conocimiento y la inteligencia artificial nos amenaza con la producción cultural poshumana, lo que queda de real es la cantidad de sandeces que muchos ignorantes propagan mediante los procesos públicos de comunicación. Ya casi se consideran caducas la elegancia en el decir de un Tinedo Guía y la sagacidad de un Renny Ottolina. En cambio, una caterva de influenciadores, tiktokeros, predicadores de plaza y picos de plata, de toda calaña y sin cultura, contaminan con lenguaje violento, incorrecto y vulgar las redes que más se consumen en la actualidad, cuyo impacto es aun mayor en un país que ya no cuenta con un ecosistema comunicacional fuerte, sino uno exiguo, acobardado y blandengue, enfocado en su supervivencia económica y ciego ante las necesidades informativas del público, es decir, la prensa tan triste como la escuela pública.
En el fondo, la teoría de que el enfoque comunicativo en la enseñanza del idioma materno era suficiente para los venezolanos termina yéndose al traste cuando este no viene respaldado por una educación de calidad, esa en la que la exigencia y el esfuerzo eran sinónimo de excelencia, vocablo este que era casi un fetiche entre los docentes de las décadas precedentes, antes de que, a fuerza de populismo, se convirtiera en un mero lema para tapar la mediocridad con diploma.