Hace ya un tiempo, traídos por sus quehaceres literarios, vinieron a Bogotá desde México la poeta María Baranda y el ensayista y crítico literario Christopher Domínguez Michael.
Hicimos tiempo para juntarnos un buen rato en el “Café Pasaje”, muy cerquita dela Plazoleta del Rosario, la misma donde unos exaltados, sedicentes indigenistas, derribaron un 12 de octubre la estatua del conquistador Jiménez de Quezada. López Obrador no llegaba aún a la presidencia de su país pero nadie discutía que así habría de ser, inexorablemente.
Recuerdo que la conversación deambuló por un rato a cuenta de la suerte corrida, en poco más de un cuarto de siglo, por las democracias de nuestra América desde aquellos años 90 cuando se pensaba que, aun con enormes dificultades, el debate de ideas y, sobre todo, la alternabilidad democrática podían llegar a ser el santo y seña de toda la región, en lugar de los pronunciamientos militares de medianoche, los eslóganes molotovianos, la zozobra ciudadana y las balas.
Recuerdo también que mencioné en passant el libro del escritor y político colombiano Germán Arciniegas que da título a esta columna. Durante la pandemia pensé a menudo en ese libro volvió a mí esa frase inquietante que, según cuenta Arciniegas en algún prólogo, se le ocurrió a su esposa, Gabriela, mientras él investigaba y componía el libro durante una estancia en la universidad de Columbia, a fines de los años cuarenta.
Su libro es un exhaustivo diagnóstico del estado de nuestras repúblicas en la inmediata posguerra. Con cifras muy bien averiguadas y ciñéndose a sus ideas democráticas, y a la muy suya manera de ser liberal, el panorama que brindaba Arciniegas era desolador.
Eran los tiempos de Foster Dulles y las conferencias interamericanas de Bogotá y Caracas, de la “internacional de las espadas”: un continente sojuzgado por ignominiosas dictaduras militares y cuyas relaciones con los Estados Unidos estaban dominadas por las razones de la Guerra Fría. Las mismas razones con las que, acusándolo de comunista, la CIA y la reacción local derrocaron al guatemalteco Jacobo Árbenz.
Para avivar una idea clara del período se recomiendan la extraordinaria novela Tiempos recios, de don Mario Vargas Llosa y las trágicas, lúcidas memorias de Juan Bosch. La banda sonora de este trecho de mi columna corre a cargo de Luis Alcaraz y su orquesta.
Es sorprendente el destino de los libros. El de Arciniegas, con ser, como he dicho, desolador, obró en los demócratas latinoamericanos que lo leyeron en su tiempo, el efecto vivificante de un llamado a filas. Sospecho que conmovió más a los activistas de disposición liberal que a los abnegados comunistas de la época. Lo cierto es que la censura militar continental y las críticas del conservadurismo lo hicieron correr durante los años cincuenta una suerte en mucho similar a la que, años después, tocó a Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano.
En mi país el libro se convirtió en objeto acompañante, casi en amuleto de buena suerte, de los abnegados clandestinos de Acción Democrática, el partido fundado por Rómulo Betancourt, por cierto, amigo de Arciniegas.
De modo que aquella descripción sin atenuantes del tamaño y poder del adversario—el militarismo de posguerra y sus dictaduras en toda nuestra América– fue el libro-acicate de muchos luchadores democráticos perseguidos por los esbirros de Perón, Pérez Jiménez, Anastasio Somoza, Rafael Trujillo o Manuel Odría.
Aunque escrito en Nueva York, Entre la libertad y el miedo no pudo tener un origen más latinoamericano. Arciniegas se sentó a escribirlo a instancias de otros intelectuales hispanoamericanos que, como él, participaban en el legendario Seminario Latinoamericano fundado por el gran latinoamericanista Frank Tannembaum en la Universidad de Columbia.
Tannembaum, a quien Enrique Krauze dedicó uno de sus ensayos más iluminadores y emocionantes —El gringo que entendió a México— fue hombre que amó muchísimo nuestras naciones solo para ser injustamente denostado por la dogmática izquierda latinoamericana de hace medio siglo.
Durante las últimas noches, tan llenas de insensata violencia y de ominosos presagios autoritarios en toda nuestra América, me he hecho acompañar de Arciniegas y, por asociación de ideas, también de Tannembaum—volví a uno de sus clásicos: “America Latina,revolución y evolución”—, merced el fulgurante recuerdo que de su persona y sus seminarios guardó el colombiano.
Saqué, también, de la Biblioteca Arango, un libro que Krauze pondera detenidamente en su ensayo y que yo no conocía: México: La lucha por la paz y por el pan. De Arciniegas a Tannenbaum y de nuevo a Tannenbaum, comentado por Krauze.
Son lecturas que me atrevo a recomendar en esta hora grave a todo joven latinoamericano amante de la justicia social y la libertad.
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