Tratar de entender la naturaleza de los liderazgos y sus efectos en la sociedad lleva a una constatación: solo son verdaderos y eficaces los liderazgos marcados por el afán de logro. Son más frecuentes, sin embargo, los marcados en mayor medida por el afán de poder o de figuración. Se dan en el mundo de la política, también en el académico, en el empresarial, incluso en el de las ideas.
Para el primero, para el que busca logro, pesan más los propósitos, los objetivos, los planes, los fines últimos, el largo plazo, la creación de instituciones y de cultura, la estabilidad, la voluntad de ser, la afirmación de propuestas para desarrollarse y crecer. Para los segundos, los que tienen en la mira la figuración o el poder, cobran más valor los resultados que llegan rápido, el día siguiente, el reconocimiento inmediato, el aplauso, el juego de la estrategia, la visibilidad, el logro político.
Las herramientas de los primeros son los programas, los equipos de trabajo, la continuidad, el seguimiento, la evaluación, la corrección a tiempo, la maduración. Para los segundos, el discurso, las promesas o las amenazas, la movilidad, los acuerdos y desacuerdos, los cambios repentinos, la audacia en el juego. Los primeros crecen en el silencio, la presencia medida y oportuna, la maduración de las etapas. Los segundos en la visibilidad, el ruido, el comentario, la pugnacidad, la inmediatez, el abandono sistemático de los planes puestos en marcha por otros.
Cuando se piensa en los primeros surgen nombres como los del canciller Konrad Adenauer en la Alemania Occidental y su ministro Ludwig Erhard. Las reformas liberales impulsadas por ellos y la ejecución del Plan Marshall condujeron a la reconstrucción de Alemania, el fenómeno de un país asolado por la guerra que pudo transformarse en solo cinco años en una gran potencia económica. Detrás del llamado “milagro alemán” no hay figuración ni discursos altisonantes sino trabajo, tesón y aplicación de medidas adecuadas. Era la visión de estadista y una programación de acciones bien calculadas, no siempre bien comprendidos pero con sorprendentes niveles de productividad.
Contrastan estas figuras con la de quienes afirman su poder en el discurso, las estadísticas artificialmente interpretadas, el escándalo, la provocación, la promesa fácil, la prédica tendenciosa, los extremismos. En su conducta caben declaraciones altisonantes, provocaciones guerreristas exhibición de resultados de muy corto plazo y no suficientemente avalados por los organismos y analistas serios. Es la palabra antes que los hechos, la provocación más que la búsqueda de consensos, el triunfalismo, el aliento a los extremismos, la ideologización de una política con visiones maniqueas, actitudes y comportamientos contradictorios, adhesiones interesadas o cambios acomodaticios.
Siempre, pero más en tiempos como los que vivimos, en Venezuela necesitamos un liderazgo que atienda el presente, pero que piense y prepare el futuro, que se afirme menos en las promesas y más en cómo y con quién y cuándo cumplirlas, que tenga en miras los presos electorales y el juego de la política, pero especialmente los tiempos del cumplimiento, del gobierno eficaz, de la superación de las dificultades, sin lugar a triunfalismos ni a predestinados. Quien piensa en los logros no se envanece por condiciones circunstanciales ni por éxitos parciales. Para quien lo importante es el logro, cada etapa prepara y construye el éxito. La búsqueda de la figuración, al contrario, le aleja más que le acerca al éxito.
El país ganaría si pudiéramos identificar a quienes tienen un verdadero deseo de cambio sin alardear, a quienes no esperan el reparto de poder sino la mejor manera de ponerlo al servicio de la sociedad, del crecimiento, del bienestar. Ganaría más si el liderazgo generara confianza y no ansiedad, si más que pensar en cosechas tempranas condujera a pensar en el riego, el cultivo, el cuidado.
Un país exitoso o buscando el éxito necesita de ese liderazgo con más vocación de logro que de poder.
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