El momento que vivimos está marcado por la polarización interna y la incertidumbre global, situación que amerita refrescar los principios, valores y acciones que nos caracterizan como ciudadanos y protagonistas de este momento histórico. La política de la fe, caracterizada por una ambición inquebrantable de transformar la realidad según una visión idealizada, contrasta con la política del escepticismo, que promueve una aproximación más moderada y reflexiva a los problemas económicos, sociales y políticos que aumentan el peso de la carga a nuestra finita existencia como individuos y a la trascendencia en el tiempo, de la sociedad.
En los últimos años, la política de la fe ha ganado terreno en el discurso y la práctica política. Este enfoque, que se basa en una visión idealista y a menudo rígida del progreso y la justicia, impulsa a los líderes y a las sociedades a perseguir destinos que significan un alto costo para las mayorías. La política de la fe se manifiesta en la creciente demanda de soluciones rápidas y definitivas a problemas complejos, así como en la adopción de ideologías que prometen una transformación radical de la sociedad.
La hegemonía de la política de la fe es evidente en varios contextos. En el ámbito internacional, hemos visto un incremento en la retórica populista que promete recuperar un pasado glorioso o construir un futuro perfecto sin considerar las realidades y limitaciones presentes. En el ámbito nacional, el extremismo ideológico se ha convertido en una característica prominente de las dos agendas políticas dominantes, con partidos y líderes que exploran y explotan los temores y las esperanzas de la ciudadanía para consolidar o llegar al poder.
El riesgo inherente a esta política es que, al centrarse en ideales absolutos y en la simplificación de problemas complejos, a menudo lleva a resultados contraproducentes. Tanto las órdenes abusivas como las promesas grandilocuentes que no toman en cuenta las limitaciones prácticas, pueden desembocar en frustración y desilusión, exacerbando las tensiones sociales y políticas.
En contraposición a la política de la fe, la política del escepticismo ofrece una aproximación más matizada y equilibrada, al considerar que el conocimiento es imperfecto y que las soluciones a los problemas sociales y políticos deben ser flexibles y adaptativas. La política del escepticismo promueve una visión crítica y reflexiva, reconociendo la complejidad de la realidad y evitando las simplificaciones excesivas.
El escepticismo político se manifiesta en la valorización de la moderación y el compromiso gradual en lugar de los cambios radicales e inmediatos. Los políticos escépticos buscan soluciones pragmáticas que tengan en cuenta la diversidad de opiniones y la realidad de las limitaciones institucionales. Este enfoque no rechaza la ambición, sino que la encauza de manera que se minimicen los riesgos de fracaso y se maximicen las oportunidades de consenso y estabilidad.
A lo largo de la historia reciente, hemos visto cómo el escepticismo político ha servido como un contrapeso a las tendencias extremas. En tiempos de crisis y polarización, las voces escépticas han abogado por un enfoque más equilibrado, buscando caminos intermedios que permitan abordar los problemas sin comprometer la cohesión social ni la integridad de las instituciones democráticas.
Por ejemplo, el proceso de paz en Colombia, que culminó con el acuerdo de paz entre el gobierno colombiano y las FARC en 2016, enseña cómo el escepticismo político puede guiar hacia soluciones equilibradas en tiempos de conflicto. Aunque hubo presiones extremas tanto de grupos que deseaban una solución militar como de aquellos que buscaban una rendición total, el enfoque escéptico y pragmático de los negociadores permitió alcanzar un acuerdo que buscó la reconciliación y la integración de los excombatientes en la vida política del país, sin comprometer los principios democráticos.
El principal desafío en la política contemporánea de Venezuela y quizás del mundo es encontrar un equilibrio efectivo entre la política de la fe y el escepticismo en un contexto donde la propaganda y el sensacionalismo ganan más atención en el público, que el pensamiento reflexivo. En tal sentido, para la estabilidad del país, es vital que tanto los líderes como los ciudadanos se esmeren en generar nuevas visiones que combinen lo mejor de ambos mundos: la ambición de la política de la fe con la prudencia y la adaptabilidad del escepticismo.
Este equilibrio requiere un enfoque flexible que permita a los políticos responder a las demandas y aspiraciones de la ciudadanía, sin perder de vista la complejidad de los problemas que enfrentan; en lugar de adoptar una postura rígida y unidimensional, es crucial que se promueva un diálogo continuo y una apertura al cambio de las estructuras más reacias (pero necesarias para la transición), con el objetivo de encontrar soluciones que sean tanto innovadoras como realistas.
Mirando hacia el futuro cercano, la tarea de equilibrar la política de la fe y el escepticismo es urgente, pues la globalización, la tecnología y los cambios sociales están reconfigurando el paisaje político y exigiendo respuestas más audaces y efectivas. Por lo tanto, la moderación y adaptabilidad tanto de ciudadanos como de funcionarios son las habilidades más preciadas que podemos comenzar a cultivar en nuestros entornos más cercanos: la transición inicia en nuestro interior.
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