OPINIÓN

Entre la espada y la ley

por Carlos Canache Mata Carlos Canache Mata

La espada sirve de símbolo o de expresión emblemática del militarismo, en tanto que la ley lo es del civilismo. Andrés Eloy Blanco, en su libro Vargas, el albacea de la angustia, dice: “…Y durante la lucha de Independencia, los conceptos de militarismo y civilismo se confunden. Todo estaba en las Patrias que nacían. En la cabeza y en el brazo de Bolívar hubieron de confundirse y hermanarse ambos conceptos para trabar la armazón y mover en plenitud el espíritu del Fundador de Naciones” (1). Pero, al alcanzarse la Independencia, el Congreso venezolano (el primero, que se había instalado el 2 de marzo de 1811), sancionó el 21 de diciembre de ese año la Constitución, en cuyo artículo 179, categóricamente se dispone: “…Y el poder militar, en todos los casos, se conservará en una exacta subordinación a la autoridad civil y será dirigido por ella”. En todos los demás textos constitucionales se ha mantenido tal subordinación.

Pero, la realidad ha sido otra. Después de la Independencia, la andadura republicana fue una especie de danza en la que el protagonismo lo ha tenido la espada o la ley. Andrés Eloy Blanco, en la obra ya citada (páginas 103-104), explica por qué ocurrió así: “…La guerra trajo a la brecha común montoneros insignes o gloriosos mayorales. Sin escuela los más, o surgidos los otros de escuelas de señorío, no sabían o no podían, o no querían reconocer la frontera que la salud nacional reclamaba imponer entre su acción guerrera y su acción ciudadana. Y como no había medios ni tiempo para la organización de un ejército consciente de su verdadera misión, ocurrió que de aquellos héroes sin cultura, los que quedaban con las tropas vivían requiriendo su presencia  en las cosas del gobierno; y los soldados licenciados que se iban a sus casas, llegaban a su rincón como valientes… de la guerra volvían olvidados o desdeñosos  de su oficio anterior. No se avenían a criar ganados o sembrar café cuando más daba la tierra de galoparla que de sembrarla”. Es decir, no era un Ejército regular y profesional, sino “montoneros” o “gloriosos mayorales”, los que entonces alzaban la espada. Opinión parecida tiene el historiador Ramón J. Velásquez, al expresar en el prólogo del libro El gomecismo y la formación del ejército profesional (Editorial Ateneo de Caracas, diciembre de 1979, págs. 16 y 17), cuyo autor es Ángel Ziems, lo siguiente: “…Mal puede realizarse un análisis de las fuerzas armadas como organización académica durante el siglo XIX, cuando a lo largo de este borrascoso tiempo sólo pudo presenciar el país, la invasión y el predominio de bandas guerrilleras que obedecían simplemente las órdenes de quien tenía más de señor feudal que de jefe militar, como era la mayoría de los personajes que con rango de generales y coroneles figuraban en el escalafón del poder”. Y más adelante, comenta Velásquez: “Se pregunta Ziems: ‘¿Era realmente la fuerza militar existente en la Venezuela gomecista un Ejército Nacional?’…llegó a la conclusión de que ‘sí era un Ejército Nacional’“. Y luego, el propio Ramón J. Velásquez, hace esta observación: “Liquidadas las montoneras y extinguidos los caudillismos provinciales, pudo atender (el Ejército) al mejoramiento profesional de sus integrantes  y crear un espíritu profesional”. Es preciso anotar que, en ese proceso de profesionalización del Ejército, fue fundamental la apertura de la Academia Militar, que comenzó sus actividades el 5 de julio de 1910. La espada, para sus apariciones futuras, pasó, de las manos conocidas de las “bandas guerrilleras” formadas por “montoneros” o “mayorales”, a las manos del Ejército profesional.

Días atrás, a finales del mes de julio, escribí un artículo, en el que señalaba que en Venezuela los partidarios de la doctrina positivista, vestidos con los arreos de una interpretación “científica” de la historia de nuestro país, sostenían la tesis del “gendarme necesario” (o sea, que la espada esté siempre alzada), fundamentándola en la incapacidad de nuestro pueblo para el ejercicio democrático, y justificaban y legitimaban la dictadura de Juan Vicente Gómez, quien, como una especie de “César democrático”, prepararía el camino para que, cuando el pueblo madure y esté apto, haga uso de sus derechos ciudadanos. Olvidaban, o aparentaban olvidar, estos teóricos al servicio de la tiranía, que cuando Napoleón invade a España, el Ayuntamiento venezolano, el 19 de abril de 1810, se convierte en Junta Suprema, desconoce al Consejo de Regencia y, a escasos pocos meses después, convoca a elecciones, en cuyo reglamento se dice: “…Todas las clases de hombres libres son llamadas al primero de los goces del ciudadano, que es el concurrir con su voto a la delegación de los derechos personales y reales que existieron originariamente en la masa común…”. Al decir de Caracciolo Parra Pérez, “entre los 44 diputados figuraban en efecto los hombres más notables, no sólo de aquel tiempo sino de toda nuestra historia civil”. O sea que, como afirmara el historiador Augusto Mijares, “antes de que Venezuela fuera Estado soberano, quedó definida como nación democrática” (2), lo que equivale a decir que podía vivir bajo el imperio de la ley, sin encandilarse por el brillo de las espadas. Esto muestra, más de cien años antes que los positivistas criollos hicieran sus diagnósticos equivocados, que los venezolanos sabían votar y votaban bien. Por su parte, el historiador Elías Pino Iturrieta, opina que Augusto Mijares “establece la primera distancia digna de atención en relación con la escuela positivista todavía hegemónica…El historiador no solo se detiene en la valoración del rol del pensamiento de los universitarios y los clérigos  en el período de la Independencia, sino también en la demostración de la existencia de una sociedad civil que germina durante la Colonia, para orientar más tarde la autonomía republicana” (3). Efectivamente, en su libro-ensayo La Interpretación pesimista de la sociología hispanoamericana, Augusto Mijares escribe: “…Todo el problema cambia cuando partimos de la consideración que nos sugiere la cita de Bolívar: éramos ‘viejos en los usos de la sociedad civil, esto es, ya para la época de la emancipación existía en América una tradición de regularidad política en la base misma de nuestras nacionalidades. El caudillismo no puede, pues, considerarse sino como un subproducto funesto de la lucha emancipadora, un accidente histórico dentro de nuestra verdadera realidad fundamental, que es aquella tradición de la sociedad civil” (4). En sus aventuras, la espada se monta sobre los hombros del caudillismo.

Hay que exceptuar de la inestabilidad institucional, en la danza entre la espada y la ley, los 40 años de continuidad democrática, sin interregnos, en el marco del Estado de Derecho –aunque hubo que tramontar  el vencimiento de intentonas golpistas militares y de frentes  guerrilleros  de  cuño marxista- que transcurrieron entre 1958, cuando Rómulo Betancourt es elegido presidente constitucional de la República, y 1998, cuando concluye el segundo mandato presidencial constitucional de Rafael Caldera. La espada y la ley estaban donde debían estar, estaban en los espacios que les correspondían.

Ahora, la situación actual es esta: el teniente coronel Hugo Chávez Frías ganó limpiamente por la vía electoral la presidencia de la República para el período constitucional 1999-2005, pero se puso al margen de la ley porque, reiteradamente, incurrió, en ese y sus otros mandatos, en lo que jurídicamente se conoce como ilegitimidad de desempeño o de ejercicio del poder, mal ejemplo que, con creces, está siguiendo su sucesor Nicolás Maduro, quien, además tiene ilegitimidad de origen por los indesmentibles vicios habidos en sus elecciones fraudulentas.

Otra vez, en el escenario, se alzó el telón, y quien danza es la espada, teniendo prestado un civil en el puesto de mando.

Notas

1-Andrés Eloy Blanco. Vargas, el albacea de la angustia. Biblioteca Popular Venezolana. Ediciones del Ministerio de Educación Naconal. Caracas-Venezuela. 1947. Pág. 103.

2-Augusto Mijares, en Venezuela Independiente. 1810-1960. Fundación  Eugenio  Mendoza. Caracas. 1962. Pág. 23.

3-Elías Pino Iturrieta, en RC Biblioteca Rafael Caldera, La Venezuela Civil, Constructores de la República. Grupo Editorial Cyngular. Págs. 10-11.

4-Augusto Mijares, en Simón Alberto Consalvi Augusto Mijares, el pensador y su tiempo. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia. Colección Centenario N° 9. Caracas 2003. Pág. 45.