La frase El fin justifica los medios, no aparece en las páginas de El Príncipe; endosarla a Nicolás Maquiavelo es un error. No una barrabasada: el apotegma es deducible del texto y perceptible entre las líneas de algún pasaje; por eso, es frecuente hacer del libro fuente del tópico y convertirlo en argumento de autoridad (magister dixit). Suele suceder con obras muy citadas y leídas a la ligera o por ósmosis axilar, más si ellas estuvieron en la lista negra de la Inquisición, tal De Principatibus, y sus autores fueron estigmatizados por la originalidad de sus teorías y la heterodoxia de posturas, ajenas al dogmatismo y a los convencionalismos, como ocurrió con el «padre de la ciencia política moderna» –así le pondera Luis Leandro Schenoni (Andamios, revista de investigación social de la Universidad Autónoma de la ciudad de México, diciembre de 2007)–, de cuyo apellido derivan los vocablos maquiavélico y maquiavelismo, sinónimo el primero de ladino, pérfido, maniobrero; y nombre el segundo de una «doctrina política fundada en la preeminencia de la razón de Estado sobre cualquier otra de carácter moral» (Diccionario de la Real Academia Española). ¡Ah, la razón de Estado! ¿Cuántas veces no la invocó Chávez antes del confiscatorio y recurrente ¡exprópiese! de Aló, presidente?
Algunos investigadores y comentaristas asocian la sentencia de marras con la muy polémica cum finis est licitus, etiam media sunt licita (cuando el fin es lícito, también los medios son lícitos), expurgada por el Santo Oficio o, acaso, por la mismísima Compañía de Jesús del manual Theologia Moralis, escrito por Hermann Busenbaum S. J. –en este caso cabe lo de sumo jodedor–, publicado en 1650, 123 años después de muerto el pensador florentino; sin embargo, los jesuitas nunca admitieron haber aconsejado el empleo de recursos censurables con la intención de alcanzar metas loables. En El fin y los medios (1937), Aldous Huxley sostiene: «Los buenos fines solo pueden ser logrados usando medios adecuados. El fin no puede justificar los medios, por la sencilla y clara razón de que los medios empleados determinan la naturaleza de los fines obtenidos». Por su parte, Albert Camus cuestiona la validez y universalidad del aforismo en Los justos (1949), obra teatral estrenada en 1949 y, en alguna parte, afinó la refutación, al invertir sus términos: «En política son los medios los que deben justificar el fin». Así debería ser; pero, cuando los medios son fines en sí mismos y la política es actividad conducente a hacerse del poder por atajos extraconstitucionales, ejercerlo despóticamente, lucrarse a su sombra y, por encima de toda consideración ética, preservarlo per sæecula sæcolurum, cualquier procedimiento en sintonía con esos propósitos es excusable, incluido el fraude, la represión y la transgresión del contrato social cuando no se ajusta a los planes de quienes, apoyados en el monopolio de la violencia, se apropian indebidamente del gobierno.
De acuerdo con lo expuesto, el chavismo en general y la tendencia liderada por Nicolás Maduro en particular serían variantes formales de la peor forma imaginable de maquiavelismo. El zarcillo Nicolás seguramente no leyó El Príncipe –muchos latines– y ni siquiera El Principito, aunque de aquel hay versión manga –Comics for dummies–, y de este ediciones profusamente ilustradas. Si hojease al menos la historieta, se mosquearía ante esta afirmación: «El que quiere ser obedecido debe saber mandar». O quizá no le pararía ni medio. Y de haber hecho lo propio con la novela de Saint-Exupéry no hubiese llegado al extremo de dejar morir a niños a la espera de un trasplante, a fin de utilizarlos como bandera propagandística e inculpar de sus muertes a las sanciones impuestas a sus colaboradores por sus lazos con el crimen organizado. Así es el modo rojo de gobernar ilegalmente por la libre y sin control institucional sobre sus embustes y patrañas; un modo de dominación abominable porque, además de propiciar la corrupción y la impunidad, convierte a los ciudadanos en menesterosos a objeto de condicionarles, cual se tratase de los perritos de Pávlov, con míseros subsidios alimentarios y bonos de consolación, para que sigan dócilmente las siempre cambiantes reglas de un juego imposible de ganar. No produjo hombres nuevos la revolución bolivariana. Solo seres despojados de identidad y dependientes de una perversa forma de alienación.
El ya lejano domingo 17 de marzo del año en curso, el reyezuelo anunció una radical reestructuración de su corte y la catajarria de ministros del poder popular para cualquier cosa y asuntos sin importancia renunció en bloque y complacientemente –se saben renganchados y se estiman imprescindibles–. Hasta hoy, domingo 9 de junio, han transcurrido casi 100 días sin tener noticias de la presunta renovación del gabinete ministerial orientada, según voceros del PSUV y el falsario mismo, a blindar la re(in)volución. Si a estas alturas no hay ni chistes al respecto es porque nadie en su sano juicio está dispuesto a embarcarse (o embarrarse) en una nave a punto de zozobrar en el pantano de la ineptitud Seguiremos viendo a los mismos pasmarotes y a las mismas focas adulando y aplaudiendo a Nicolás en salsa. Pienso entonces en lo dicho por un rey, «orgulloso de ser por fin el rey de alguien», a un súbdito de visita en su solitario asteroide, el Principito: «Si yo ordenara a un general que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la culpa no sería del general, sino mía». Si el jefe civil de la dictadura militar tuviera la milésima parte de la sensatez de ese monarca, renunciaría él, no su equipo. Volvamos a Maquiavelo: «El primer juicio que nos formamos sobre un príncipe y sobre sus dotes espirituales no es más que una conjetura, pero lleva siempre por base la reputación de los hombres de que se rodea». En este sentido, Hugo Chávez Frías y Nicolás Maduro Moros son los máximos responsables de la catastrófica situación del país y sus habitantes, no los burócratas enchufados por ellos donde hubo mucho y nada queda.
No es eufemismo ni alegoría hablar de desgobierno. Medio mundo desconoce al presidente obrero por estar viciado su mandato de ilegalidad, de origen y ejercicio. Es sencillamente un usurpador y aquí, a guisa de colofón, viene de nuevo a cuento el politólogo avant la lettre varias veces aludido, el cual, en referencia a «los que por medio de fechorías llegaron al principado» (capítulo VIII), apunta: «…quien usurpe un estado ha de tomar en consideración todos los agravios necesarios y cometerlos de golpe para que no estén a la orden del día […] Quien obre de otro modo […] estará siempre necesitado de tener el cuchillo en la mano». Y cuchillo en mano, Nick the Knife atenta contra la razón y la cordura, irrespetando a la inteligencia nacional y desafiando a la comunidad internacional con jaques sucesivos al Poder Legislativo (detención, persecución y extrañamiento de diputados), en procura de tablas negociadas o de un mate urdido con base en un fraudulento gambito electoral –golpe de gracia a la Asamblea Nacional y sacrificio de la prostituyente comunera, ¡ay, Diosdado, te están jugando quiquirigüiqui!–. No, Maquiavelo no escribió la frasecita buena para todo uso, pero a tiranuelos como Maduro poco les importa, crecieron creyendo esa verdad, porque les fue revelada por el momificado e infalible Lenin en una suerte de epifanía estalinista. Y tampoco Saint-Exupéry escribió «es una locura odiar a todas las rosas porque una te pinchó».
Noticias Relacionadas
El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!
Apoya a El Nacional