La semana pasada hemos leído dos, muy buenos, artículos en El Nacional, uno, de Antonio de la Cruz: “Venezuela: un país con miedo” y otro de Ángel Oropeza: “La factura de la desconfianza”.
En su artículo De la Cruz apunta a las disímiles percepciones de miedo que se construye desde los diferentes grupos sociales y políticos. Obviamente no se trata de ese miedo que produce el acecho de alguien que pretende hacernos daño: ese ladrón que entra subrepticiamente a la habitación y desgarra la carne de su víctima, digo “desgarra” porque presumo que viene de “garra”.
El miedo que describe De la Cruz es el miedo político y el miedo social. Ese miedo que, por ejemplo, recorre el cuerpo del régimen, personalizado en Maduro y sus secuaces, de ir a una elección que pueden perder y que los lleve a salir del poder, y en consecuencia ser juzgados por crímenes de lesa humanidad.
Es el miedo que recorre la “columna vertebral” de la oposición, o de los sectores democráticos, que tienen miedo a concurrir a la elección presidencial porque estaría diseñada para no ser justa, libre, competitiva y verificable.
Pienso que, aunque es una excelente aproximación, es una verdad a medias, pues se queda corto y es que el régimen ha hecho un uso político del miedo y se ha apropiado de su narrativa. En este sentido, es una tarea obligatoria explorar el miedo que se ha construido desde el autoritarismo chavista, porque sin lugar a dudas ese miedo ha impactado, también, en los sectores democráticos.
¿De qué se trata?, nada menos que de construir la percepción (percepciones materializadas en un gran número de casos) de amenazas vitales y “peligros mortales” sobre, por ejemplo, la integridad física, como la tortura y la muerte (casos de Albán y de Acosta Arévalo, los más emblemáticos; pero hay otros: Rodolfo Gonzáles, Carlos Andrés García y Salvador Franco, de los que me vienen a la memoria), las desapariciones forzadas (el Foro Penal nos da un número impresionante de 700 desapariciones forzadas entre 2018 y 2019).
Con respecto a la oposición, ella ha sido víctima del miedo que desde el régimen se ha construido con ese fin. Más exactamente de la imposición de una “cultura del miedo” que se expresa, desde el régimen, como la posibilidad de desencadenar una guerra civil (“Bajarán los cerros si se amenaza a la revolución y al legado de Chávez”, suele usar como propaganda de miedo el régimen). Ese miedo ha paralizado acciones de la oposición que ha dejado la calle, convirtiéndola en un espacio de uso casi exclusivo de las fuerzas del régimen, inmovilizándola. Así, en estos días, escuchamos a Capriles Radonski decir en rueda de prensa que su actuación de hacer un llamado al retiro de la gente de la calle con motivo de los resultados dudosos en las elecciones de 2013 fue su llamado responsable para evitar una cruenta guerra civil.
De la Cruz hace referencia, por último, al miedo que vive la población y que tiene una dimensión en el hacer político, pero que bien puede definirse como un “miedo social” que se produce cuando se deterioran las condiciones materiales de vida y el derrumbe de lo que alguna vez fue una buena calidad de vida, de bienestar y “estilo de vida” (la pobreza, la desocupación, la hiperinflación) y no significa que durante el período democrático no hubiesen problemas, aunque no en la dimensión de la crisis humanitaria como la que se padece hoy y que ha significado el quiebre de hábitos y de expectativas, cuya consecuencia ha sido la huida del país de casi 8 millones de personas.
Pero hay más, con respecto a esto último: es lo que está oculto debajo de la inseguridad física y material, esto es, el miedo difuso; la ansiedad, la depresión que “lo corroe todo y que desmorona las esperanzas, desvanecen las emociones y se apaga la vitalidad”.
Por su parte, la lectura del trabajo de Oropeza nos ofrece, también, una cantidad de temas muy importantes a partir de la presentación de los resultados de una encuesta nacional que retrata 14 dimensiones psicosociales de los venezolanos. Este estudio destaca, señala Oropeza, que 81% de la población venezolana afirma que no se puede confiar en la mayoría de las personas.
Más allá de la relación que establece Ángel Oropeza sobre la relación de la desconfianza como aspecto que lleva a la aceptación del autoritarismo, pues la desconfianza en los otros los lleva a buscar la compensación en las medidas invasivas del autoritarismo para regular las relaciones sociales, posición que se podría discutir hasta el cansancio, pero que no es el objeto de esta nota; lo que sí es interesante de destacar, no del artículo de Oropeza, pero sí del estudio de la Escuela de Psicología de la UCAB, es que uno de los efectos más perversos del autoritarismo y la dictadura chavista ha sido el deterioro de los ámbitos de sociabilidad informal, esa donde uno se encuentra con los otros y comparte emociones, pasiones, recuerdos y sueños.
Eso que era tan apreciado, que los venezolanos nos mostrábamos tal como éramos todo el tiempo y en todo lugar, cuestión que es la base fundamental de toda relación de confianza. La narrativa chavista descompuso ese micromundo, donde todos nos reconocíamos como una comunidad de destino y que marcaba nuestra vida diaria.
El autoritarismo chavista ha hecho de los venezolanos una comunidad desconfiada, que se relaciona de manera negativa con los otros y que ahora aparece como una comunidad insegura para enfrentar los riesgos de una vida que la dictadura chavista ha indeterminado de manera inconmesurable.
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