Digamos lo primero y principal: en el dramático conflicto que hoy enluta a Medio Oriente, hay un agresor y un agredido. El 7 de octubre, Hamas, organización terrorista que de facto domina la Franja de Gaza, lanzó un ataque cruel y despiadado contra la población civil de Israel. No fue un enfrentamiento militar entre militares. Fue una acción sin precedentes, dirigida deliberadamente contra la población civil, aun a una fiesta de jóvenes, masacrados a mansalva.
¿Había alguna tensión que permitiera imaginarlo? Nada. A tal punto que ha sorprendido la imprevisión israelí ante tamaña operación, que llevaba, necesariamente, largos trabajos de preparación.
Naturalmente, Israel se está defendiendo y tendrá que hacerlo, con la mayor legitimidad, hasta anular la capacidad militar del agresor. Es una guerra, con todo lo de dramático que conlleva. Con la dificultad de enfrentar a una fuerza irregular, mimetizada dentro de la población y que impone un avance difícil y riesgoso, mientras el agresor se aferra a los rehenes judíos que usa extorsivamente para mediatizar la acción israelí.
Estos son los hechos, un eslabón más en la larga cadena de pesares que sufre Israel desde 1948, cuando nació en una resolución de las Naciones Unidas que creaba los dos Estados, el árabe y el judío, en esa Palestina que en la historia comparten ambos pueblos y es también cuna del cristianismo. Pudo más el odio a Israel y hace 75 años que él debe luchar por su existencia. Ese fue el primer momento de una posibilidad frustrada para esos dos Estados que se siguen reclamando cuando se los tuvo en la mano.
Es un milagro que, en aquel momento, el naciente Israel pudiera sobrevivir al ataque de cinco Estados, encabezados por Egipto y Siria. Poco después, en 1956, Egipto cerró el Canal de Suez y arrastró a Israel a la campaña del Sinaí, luego de que se expulsaron 50.000 ciudadanos judíos. En 1967, se libra la Guerra de los Seis Días ante un renovado ataque egipcio y sirio, que lleva a que Israel ocupe Cisjordania y esta polémica Franja de Gaza, hasta entonces de soberanía egipcia. En 1973, en el día sagrado de la religión judía, Yom Kipur, cuatro Estados se lanzan contra Israel y vuelven a ser derrotados.
Recién en 1978 se comienza a vislumbrar paz, cuando en los acuerdos de Camp David, entre Beguín y Sadat, se la alcance con Egipto. El terrorismo se cobrará la vida de Sadat y desde el Líbano volverá el incendio. En 1993 asoma otra luz, en los Acuerdos de Oslo, entre Israel y la OLP, con Rabin, Shimon Peres y Arafat. Fue ese un formidable paso para aproximarse a crear ese soñado Estado Palestino, al crearse la Autoridad Nacional Palestina, con jurisdicción sobre Cisjordania y Gaza.
Era la gran ocasión para que los ricos Estados árabes invirtieran en esos lugares, dando trabajo a la población palestina y comenzando a construir, paso a paso, una convivencia verdadera. Por el contrario, cada intento en la buena dirección era frustrado por un ataque. Baste recordar que en septiembre de 2002 el terrorismo le dijo al mundo que estaba dispuesto a todo: destruyó las Torres Gemelas de Nueva York, en aquel episodio fantasmal que parecía ciencia ficción.
En 2005, Israel entrega Gaza a la Autoridad Palestina. Veintiuna colonias judías son desplazadas. Y esto lo lleva adelante nada menos que el general Ariel Sharon, el mismo que había tomado la región como comandante militar en 1967. Lejos de alentar la paz, Hamas desplazó a la Autoridad Palestina y se adueñó de la franja. Desde allí solo se han organizado ataques y construido, una y otra vez, esa red de túneles desde la que se invade el territorio israelí. Algo parecido a lo que ocurre en la frontera del Líbano.
Podríamos seguir enumerando tantas agresiones como intentos de paz, que suelen olvidarse cuando se discute la anécdota del día o se proyecta la imagen de algún episodio tan dramático como todo lo que hace a una guerra para sustentar que cualquier tregua es buena, cuando hoy solo lo sería para los terroristas.
¿Qué ha ocurrido ahora? Que Israel, luego de que consolidara sus relaciones con Egipto y Jordania, venía logrando acuerdos con los Emiratos Árabes, con Bahrein, con Marruecos, mientras iniciaba una aproximación a la poderosa Arabia Saudita, el lugar de la peregrinación musulmana. Ese es el momento en que Irán apretó el botón de la guerra. Sentían que era demasiado ese avance de su rival en el mundo musulmán, en que chiitas y sunnitas sostienen también un centenario enfrentamiento. Lanzaron entonces a las organizaciones que ellos financian y conducen, Hamas y Hezbollah. Así se dinamitó un espacio que avanzaba en el reconocimiento a ese Israel que ha librado ya seis guerras e innumerables intifadas, que no ha tenido un día de paz y sin embargo ha construido una democracia respetada. Una sociedad moderna y próspera, que contrasta con el penoso atraso del mundo árabe, lo que hace aún más inexplicable que partidos políticos que se consideran progresistas se alineen incondicionalmente con sociedades retrógradas, donde la mujer, envuelta en tristes hábitos, adolece subordinada a una cultura patriarcal.
Para Israel, como más de una vez dijo Shimon Peres, la única victoria posible es la paz. Todo su esfuerzo y heroísmo no lo han logrado aún. La entrega de territorios solo ha alimentado más agresiones. Se sigue hablando de la ocupación israelí desde el comienzo mismo de su existencia, como si la Palestina judía no llevara cuatro mil años.
No es moralmente aceptable, indigna por su hipocresía, una resolución de las Naciones Unidas que reclama una tregua y no condena inequívocamente la acción terrorista que desata este infierno.
Si el terrorismo liberara a los rehenes, se podría –una vez más– intentar un camino de paz. Sin ese paso, mínima expresión de buena fe, solo queda el lenguaje de las armas. Al que desde hace 75 años, sin buscarlo, Israel ha tenido que conjugar para salvar su existencia. De la que depende también –aunque la insensatez no lo advierta– la estabilidad de Occidente, del que es su primera trinchera.
Julio María Sanguinetti es expresidente de Uruguay
Artículo publicado en el diario La Nación de Argentina
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