En lo que respecta a la integración latinoamericana es posible afirmar que no son buenos tiempos para la lírica. A los motivos tradicionales, más o menos estructurales, que permiten entender las dificultades para avanzar (economías que compiten entre sí en vez de ser complementarias, bajos niveles de comercio interregional, enormes distancias y marcados accidentes geográficos, etc.) la actual fragmentación que afecta al continente de norte a sur y de este a oeste es otra poderosa razón que explica por qué este proceso está donde está y porqué está de una determinada manera y no de otra.
En la última semana se han producido dos hechos contradictorios, pese a su aparente coincidencia financiera, que muestran la dificultad para construir algo medianamente estable, más allá de las sintonías políticas o ideológicas. De un lado, la presentación de cinco candidaturas distintas para presidir el Banco Interamericano de Desarrollo (BID): Argentina, Brasil, Chile, México y Trinidad y Tobago. Este extremo avala la idea de que a América Latina le cuesta hablar con una sola voz. Del otro, el documento de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) relativo al cambio climático, presentado en la COP27, es un paso en la dirección correcta al implicar un aumento en la cooperación y coordinación interregional.
Hay muchas expectativas en que la elección de gobiernos progresistas o de izquierda favorezca la convergencia en torno a posiciones comunes, tanto de la agenda regional como internacional. Pese a ello, lo ocurrido en relación con la elección del nuevo presidente del BID, tras el accidentado cese de Mauricio Claver-Carone, recuerda las dificultades existentes. Se repite, salvando las distancias, lo sucedido en la primera década del siglo XXI cuando diversos conflictos bilaterales, muchos de raíz económica, afectaron a gobiernos de izquierda, teóricamente aliados.
La presencia de nuevos líderes ha supuesto un renovado interés por la preservación del medio ambiente y la lucha contra el cambio climático. En este terreno destacan Gabriel Boric y Gustavo Petro. Incluso Lula da Silva, en su intento de diferenciarse de Bolsonaro, ha enfatizado los temas medioambientales, lo que le permitió sumar a su gran alianza prodemocrática a Marina Silva, un referente nacional e internacional en la materia, con quien llevaba distanciado algún tiempo.
De ahí el interés de la declaración sobre el cambio climático, si bien su tono y la retórica utilizada están en sintonía con el tradicional discurso latinoamericano, más presto a presentarse como víctimas del sistema internacional (y por tanto pendientes de ser compensado por el mismo) que como un actor relevante y activo. Así, la Celac exige “una gran movilización de recursos financieros” y “una mayor provisión de recursos públicos” desde los países desarrollados hacia los países en desarrollo, “con una mayor proporción de donaciones, préstamos y financiamiento en términos concesionales”. También insta a que las economías más potentes dupliquen, hasta 2025, “su aporte colectivo de financiación climática” en beneficio de los países en desarrollo.
Si en vez de la queja permanente, América Latina comenzara a presentar soluciones concretas, la región sería vista con mayor interés y respeto por la comunidad internacional y se reforzaría su papel global. Llegados a este punto cabe preguntarse si es posible explicar la contradicción más arriba señalada. Probablemente sí. En este caso, los argumentos podrían centrarse en el giro retórico propio de la política exterior latinoamericana, el exceso de nacionalismo y la falta de coordinación entre las dos grandes potencias regionales, Brasil y México.
Mientras la presidencia del BID supone una potente palanca en el control de los organismos financieros interregionales, la nota de la COP, por su rango de generalidad, no compromete a ningún país latinoamericano ni los obliga a seguir una senda determinada. Pese a esta coincidencia, no se dan pasos concretos hacia la transición energética y la sustitución de energías fósiles por otras renovables. Las diferencias entre Andrés Manuel López Obrador (e incluso Nicolás Maduro) con Boric y Petro son abismales y nada fáciles de reconducir, especialmente cuando el presidente mexicano insiste en hacer de Pemex uno de los buques insignia de su sexenio, muy en la línea del fuerte nacionalismo que preside su mandato.
De todas formas, haber logrado elaborar una posición común de cara a la conferencia de Sharm el-Sheij es importante, especialmente en el actual contexto regional. Se debe perseverar en iniciativas semejantes, buscando las mejores vías para potenciar el diálogo entre los gobiernos latinoamericanos, mejorando su coordinación y cooperación. Esta búsqueda de la unidad intergubernamental debería dejar de lado los prejuicios y las afinidades políticas. Mientras se insista en perseverar por esta vía, se volverá a recaer en los errores del pasado, responsables, en buena medida, de la profunda crisis de la integración regional.