Durante su más reciente comparecencia ante el Parlamento Europeo, Josep Borrell -como alto representante de la Política Exterior y de Seguridad Común- hizo referencia en sucesivas intervenciones a la importancia de la asociación trasatlántica. Así lo hizo al presentar la panorámica geopolítica del estado de las relaciones exteriores de la Unión y al referirse a Latinoamérica y el Caribe como parte de una más amplia agenda con el otro lado del Atlántico, en sus propios méritos de cooperación, acuerdos de comercio, flujo de inversiones en sectores estratégicos y de impulso al multilateralismo y del Pacto Verde europeo. Con el antecedente cercano de la propuesta de Agenda de la Unión Europea y Estados Unidos para el Cambio Global presentada por la Comisión Europea en diciembre pasado, las intervenciones de Borrell del pasado 19 de enero reafirman esas orientaciones geopolíticas a la vez que la búsqueda de la autonomía estratégica.
Al día siguiente, las casi dos decenas de medidas puestas en marcha por el recién juramentado presidente de Estados Unidos han ofrecido señales prometedoras para la relación trasatlántica: tanto por lo que concretan de las propuestas de política exterior de Joe Biden y el tono de su discurso inaugural de compromiso con el fortalecimiento de la democracia, la libertad y el Estado de Derecho en Estados Unidos, como por lo que desde allí se proyecta sobre la recuperación de su presencia e influencia en el fortalecimiento de alianzas con democracias, acuerdos y acciones multilaterales. Lo asoman las medidas sobre la atención a la pandemia, la suspensión del procedimiento de retiro de la Organización Mundial de la Salud, el retorno al Acuerdo de París sobre cambio climático como también, entre otras, las iniciativas que inician el giro en la atención a la presión migratoria.
A esa confluencia, que puede parecer natural, no le faltan obstáculos. Eso no es nuevo, pero en los últimos cuatro años Europa sumó a las razones de sus desencuentros históricos con Estados Unidos las sin precedente que añadió la gestión de Donald Trump a través de descalificaciones institucionales y personales, así como con iniciativas unilaterales no solo en competencia sino de abierto debilitamiento de políticas europeas y de la propia unidad, abandonando en el camino principios, normas y prácticas internacionales liberales establecidas de común acuerdo desde finales de la Segunda Guerra Mundial. En ese contexto, a partir del énfasis en la búsqueda de autonomía estratégica, Europa viene promoviendo su propia agenda geopolítica y económica, conjugando en lo posible -como se revela en la insistencia del alto representante- los intereses y los valores en que se funda la Unión. Esta es una pretensión de equilibrio complicada en general y mucho más cuando se trata de relaciones y temas de impacto global: así lo ilustran las relaciones con China en lo que de la negociación y firma del Acuerdo Integral de Inversiones se atisba en su texto de presentación por la Unión Europea.
Para Estados Unidos la gran conveniencia de la concertación con Europa en temas fundamentales tampoco desplaza las dificultades para lograrla. En el previsible reacercamiento hay temas en los que será compleja la articulación de políticas y acciones -ante la pandemia, en seguridad, cambio climático, comercio o inversiones- en un momento en que se están redefiniendo de hecho, en medio de crisis superpuestas y con fuerte influencia de poderes autoritarios, coordenadas fundamentales del orden mundial.
Latinoamérica y el Caribe aparecen en la agenda trazada desde la Comisión Europea, también con acento especial en su significación para la proyección de la autonomía estratégica en esa otra faceta de la relación trasatlántica. Histórica y culturalmente tan cercana, presenta los retos de una región muy fuertemente golpeada por la pandemia, la más profunda recesión económica en más de un siglo, tensiones sociopolíticas, fragilidades institucionales y riesgos ambientales, en abreviado balance. En ese conjunto de desarreglos y crisis, sobresale Venezuela en todos los registros.
Al tratar lo grave de la situación venezolana, tanto desde la Comisión como desde el Parlamento Europeo, se ha hecho referencia en estos días a la necesidad de concertación con Estados Unidos. En torno al escenario posterior a las no reconocidas elecciones legislativas y la posición acordada por los gobiernos europeos, el debate en la Eurocámara ha dejado ver las desavenencias entre los gobiernos y entre estos y los grupos parlamentarios, particularmente sobre el trato a los diputados de la Asamblea Nacional legítimamente elegida en 2015. Sin embargo, también son notables los acuerdos sobre lo compartido por los gobiernos europeos, expresado por Borrell el 6 de enero y reiterado el 19 ante los parlamentarios con tres referencias fundamentales que perfilan la atención y posición del conjunto europeo: lo complejo la crisis venezolana y la extensión de sus plazos (“Es evidente que las dificultades son grandes. Queda mucho camino por recorrer”); el apoyo a una solución negociada no obstante sus bien conocidas dificultades (“… la única salida duradera a los graves problemas de Venezuela será una que sea políticamente dialogada, integradora, pacífica, con la participación de todos los actores políticos de la sociedad civil”); la convicción de que la posibilidad de esa solución pactada depende de la voluntad de diálogo y concesiones nacionales y de la unidad opositora, política y social, sin dejar de reconocer y denunciar las amenazas y la represión a las que está sujeta (“Tuvimos que reclamar esa unidad de acción en los meses previos a las elecciones y seguiremos exigiendo el fin de las amenazas contra la oposición, las persistentes violaciones de derechos humanos y que se dé protección a los actores de la sociedad civil, que cada día trabajan para proveer a decenas de miles de personas de servicios esenciales para su supervivencia); la necesaria contribución de incentivos internacionales, entre ellos los de Estados Unidos (“…aparte de reiterar la felicitación al nuevo presidente— esperar que podamos compartir con la nueva administración americana —un socio imprescindible— esfuerzos para promover esta solución pacífica, dialogada e integradora que necesita Venezuela”), y del trabajo con otros actores democráticos, como los que conforman el Grupo Internacional de Contacto y el Grupo de Lima.
Lo más preciso que hasta ahora se ha señalado sobre la política a seguir ante la crisis venezolana por el gobierno de Joe Biden fue lo declarado por el ahora ya juramentado secretario de Estado, Antony Blinken, en la Audiencia de Confirmación en el Comité de Asuntos Exteriores del Senado del mismo 19 de enero. Pese a lo comprensiblemente sobrio de sus respuestas al senador republicano Marco Rubio, reiteró las coincidencias, asomó ajustes e insistió en el intercambio de ideas en el Senado, que se traduciría en el cuidado de la sustentación bipartidista en la atención a la crisis venezolana. En lo dicho por Blinken hay el esbozo de una política en tres trazos: la consideración del gobierno de Maduro como régimen de facto de un dictador brutal, la continuidad del reconocimiento de la legislatura de 2015 y del gobierno interino; la centralidad del propósito de restablecimiento de la democracia en Venezuela, comenzando por elecciones libres; la urgencia de hacer una evaluación de la estrategia que no ha producido ese resultado, para lo cual se propone procurar mayor y más fuerte coordinación y cooperación con otros países democráticos, la importancia de una más efectiva focalización de las sanciones y la necesidad de prestar mayor atención a la emergencia humanitaria y a los migrantes.
Así descritas las posiciones y propuestas sobre la situación venezolana expuestas en días recientes, en el complejo desafío venezolano hay una buena oportunidad para la coordinación de políticas e iniciativas entre Bruselas y Washington… con los demócratas venezolanos.
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