La tarde de los domingos era una fiesta para mí, era tarde de películas en el Cine América, un galpón destartalado que estaba en la parte alta de La Guaira, diagonal a la llamada plazoleta de El Guamacho, donde en una pantalla maltrecha y llena de cagadas de palomas se proyectaban películas tartamudas, decía mi padre, porque cada cinco minutos se reventaba el carrete y el operador remendaba el celuloide, y seguía hasta la próxima ruptura. Allí me sumergí en el universo del cine con un fervor que ni de lejos se asemejaba al que sentía cuando iba a misa las mañanas dominicales con mi abuela, ya hubiera querido el cura Arteta…
Recuerdo mi primera película con solo cerrar los ojos, yo tenía 4 años, y era de un caballo negro llamado Furia. No me pregunten más porque a esa edad los recuerdos que sobreviven son las emociones de ese entonces. También vi Pulgarcito, La Cenicienta, Jasón y los argonautas, Espartaco, El Álamo, 101 dálmatas, Los cañones de Navarone y muchísimas otras más. Siempre recordé con particular fijación de mocoso obsesionado por unas buenas piernas, en una época cuando una mirada impertinente podía hacerte ganar una lluvia de coscorrones y el consabido castigo complementario, una película española llamada El balcón de la luna en la que Lola Flores, Carmen Sevilla y Paquita Rico cantaban a garganta suelta. El impacto que me ocasionó esa cinta duró hasta los años ochenta, cuando llegué al punto de comprar un cassette de betamax con ella. ¡Qué delicia!
De esa película una canción que se me convirtió en obsesión fue El beso, que cantaba la Rico. ¡Qué ricura de interpretación la de esa muchachota emperifollada con aquel vestido blanco! Recuerdo que con aquel ropaje parecía una versión estilizada de La Burriquita, porque aquella armazón era como de cinco metros de diámetro, amén de una cola que era de traje de novia. Pero lo que me dejó absolutamente babeante fueron los gestos pícaros y a la vez modosos de ella. Por supuesto que su letra se me grabó de manera indeleble. Pero hay de ella una copla que en estos días se me hace de una recurrencia insoportable: “Un beso fingir no se puede, porque duele en el corazón…”.
Las insistentes palabras se alborotan aún más cuando veo a la fauna política nacional repartiendo besos como si de caramelos desde una carroza se tratara. Para ellos fingir besos, amapuches y sentires es pan comido. Y bien podrían parodiar a doña Paquita y entonar: “Un beso fingir sí se puede, porque se goza con el corazón…”. Quién sabe si en la otra acera tarareen: “Un pernil darlo se puede, porque ya les robamos a ustedes su valor…”.
Esta producción sadoporno, con ribetes tragicómicos, de clara factura criolla-antillana se ha convertido en una película devenida en serie. Cilia aparece con gestos de María Elena, Diosdado a veces juega a Rafael del Junco, Nicolás y Juan se sienten Albertico Limonta. Mientras tanto, y así como si no quisieran, todos ellos exigen que el país se comporte con la paciencia y abnegación de mamá Dolores.
© Alfredo Cedeño
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